martes 19 de marzo de 2024
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Salir del laberinto

La Argentina carece desde hace décadas de un patrón de crecimiento económico sostenible. Una sociedad que se construyó sobre la base de un “optimismo existencial” se encuentra ahora con un obstáculo que parece insalvable. Siempre el país vivió crisis externas, verdaderos sacudones seguidos de recuperaciones notables; un poco responsabilidad de una economía dual y otro poco de la falta de acuerdos institucionales que pudiesen operar como una referencia para las reformas que los contextos indicaban. 

Sin embargo, el sube y baja económico no impidió el gran éxito social que ha sido la Argentina del Siglo XX: la generosa incorporación de millones de personas a los circuitos de producción y consumo y la existencia de amplias y calificadas políticas universales fueron modelando un país cohesionado. Tal es así que a mediados de los ’70 la pobreza era de un dígito. El optimismo no era una frivolidad; los padres efectivamente esperaban que sus hijos alcanzaran un nivel de vida decididamente superior al suyo.

Hasta el gran quiebre de 1975-76, el país había acumulado desde su organización constitucional, cuatro o cinco generaciones de crecimiento, a salvo de guerras, persecuciones masivas o pestes insuperables, con períodos recesivos cortos, lo que produjo una población cada vez más calificada y capitalizada. Ese estado de cosas forjó una cultura al mismo tiempo rica, demandante y conflictual. El éxito social argentino fue sostenido por la existencia de una “sociedad salarial”, en la que la industria y los servicios garantizaban empleos. Por supuesto que la “puja distributiva” era dura, pero las más de las veces lo que se discutía era el excedente de una economía productiva y próspera.

El patrón de crecimiento roto de la industrialización sustitutiva no ha podido ser recuperado ni reemplazado. A diferencia de la crisis de 1929-30, cuando perdimos la estabilidad institucional pero rápidamente reconfiguramos la economía al nuevo contexto y recuperamos un sendero de crecimiento, desde mediados de los ’70 el país se desenvuelve con dificultades crecientes, algunas asociadas a su propia estructura económica, otras a malas decisiones políticas.

Desde 1975, el modelo argentino mostró una enorme fragilidad para enfrentar shocks externos, es decir,  poder seguir funcionando bien a pesar de algún cambio negativo en el contexto. (En 1973-75, por ejemplo, no pudo soportar el aumento de precio del petróleo, del cual no teníamos autoabastecimiento.) Pero más concretamente corresponde señalar que nuestras crisis financieras recurrentes se originan en la insostenibilidad de las cuentas del sector externo. Sólo dos momentos, muy distintos entre sí, escaparon a esa norma: la primera parte de la convertibilidad (1991-94) y el quinquenio post default (2003-2007). Períodos de crecimiento sostenido en fundamentos diferentes.  En ambos casos, los factores exógenos fueron determinantes.

El Problema

Lo que quiero señalar es que Argentina se encuentra frente a un drama estructural, no se trata de un problema menor –o, como dicen los economistas, “en el margen”– ni ocasional, ni que pueda asociarse a una circunstancia puntual. Concretamente esta economía que tenemos es incapaz de proveernos un estándar de calidad de vida aceptable al conjunto social. Esa fragilidad condiciona al sistema institucional.

La insuficiencia económica a su vez generó, en estos más de cuarenta años, una sociedad existencialmente pesimista. La cuestión del optimismo o el pesimismo es vital; porque la transformación que requiere Argentina no se va a producir en un fin de semana, y necesita un volumen de energía que hoy parece difícil de reclutar. Por eso la Argentina debe proponerse un cambio de paradigma económico. No se trata de “reformas”, se trata de reconstruir nuestra economía, si en verdad queremos tener un orden social incluyente.

Esa reconstrucción está asociada (o debería estarlo) al abandono definitivo de las visiones clásicas o pobristas de resolución de la agenda social. La pobreza es uno de los problemas más complejos de resolver. Creer que las reformas de corte ortodoxo podrán automáticamente resolverla es verdaderamente dogmático. Pero  suponer que se puede resolver con sensibilidad y buen criterio en el manejo de instrumentos de asignación de recursos es necio a la luz de los resultados que vemos en Argentina.

Construir una economía amplia, diversa y creativa que genere condiciones para un modelo social y ambiental más satisfactorio, requiere de una perspectiva política, un horizonte movilizante que alinee los esfuerzos y que coloque a los instrumentos (calidad presupuestaria, estabilidad fiscal, mejor inserción internacional, marcos regulatorios adecuados, etc.) en su preciso lugar de instrumentos.

Argentina debe proponerse resolver al mismo tiempo su debilidad económica, su regresión social y su orden territorial, y solo podrá hacerlo bajo tres condiciones: a) Identificar un marco de acuerdos institucionales, que implique la disminución de los costos agregados que toda transformación tiene, y una razonable distribución de los mismos; no hay transformaciones gratuitas. b) Hacerlo con sentido de pertenencia global y contemporánea; no hay posibilidad de transformaciones profundas sin incorporar la agenda de la sociedad del conocimiento. c) Revalorizar el rol social de las empresas, reivindicar la empresarialidad y el trabajo como organizadores sociales.

Una aproximación

Se trata de construir una visión. Calificaría a nuestra democracia disponer de una visión que exceda los discursos de coyuntura, la política de la espectacularidad y las denuncias sistemáticas (con o sin asidero). Los problemas recurrentemente listados –inconsistencia macro y todo lo que de ella se deriva, déficits institucionales, limitaciones infraestructurales, etc– no podrán ser resueltos sin una visión.

La Argentina próspera que añoramos se fundó en visiones alineadas con los valores de su época y produjo resultados extraordinarios. Su legado es importante, pero el mundo hoy es otro y ya no es posible (ni útil) intentar regresar a lugares irrecuperables. El mundo de las economías cerradas, el Estado de Bienestar clásico y la sociedad fabril no es recuperable, como tampoco es recuperable el mundo anterior a la crisis del ’30. Si hay algo que expresa de manera decidida el fracaso de las élites argentinas, es el intento recurrente de volver al pasado. 

Ni la necesaria modernización del aparato estatal ni la imprescindible consolidación de una cultura presupuestaria responsable, que son las dos grandes apuestas incumplidas del espacio político republicano, producirán por sí mismas un país más próspero, más justo, más atractivo. Tampoco lo hará un distribucionismo que no ha tomado nota del agotamiento de una economía descapitalizada y débil, con pocas cadenas de valor integradas a circuitos globales.

El país necesita un pacto, pero no un pacto con el pasado sino un pacto con el futuro. Hay que reconstruir las bases de la convivencia sobre un modelo económico alternativo que genere múltiples oportunidades, que posibilite la acumulación virtuosa, que regenere la movilidad social, que estimule la agregación de valor, que promueva la calificación de las personas, que se haga cargo de la agenda ambiental. La persistencia de nuestros males no es sólo el resultado de la obstinación de los ortodoxos, o del empate hegemónico de fuerzas sociales que vienen retrocediendo, sino también de la ausencia de un horizonte alternativo.

Entre los grandes objetivos enunciados arriba y la lógica política del día a día, falta un camino critico, una reflexión transicional, un proyecto lo suficientemente audaz, integrador y pertinente que dé sentido a los acuerdos, a los esfuerzos y a la creatividad que hay que hacer emerger. No se trata de una idea burocrática (“ser un país normal”) ni tampoco de una magnificencia impostada (“Argentina potencia”), sino de trabajar para un proyecto que ayude a revertir nuestra decadencia, y que ordene el esfuerzo de gobierno y agentes sociales.

La construcción política tiene como sentido generar las condiciones para que las personas puedan desarrollar sus proyectos personales del mejor modo, y posibilitar una convivencia amable y estimulante entre los ciudadanos y ciudadanas. Intentar construir una visión alternativa no es otra cosa que hacerse cargo de la complejidad argentina.

A esta altura, debemos tomar en cuenta el aprendizaje de las reformas fallidas. Sabemos que: tenemos el Estado burocrático que tenemos, que exportamos lo que exportamos, que nuestra sociedad prefiere ahorrar en moneda extranjera (porque recurrentes crisis financieras han sido aleccionadoras), que los sindicatos son generalmente refractarios a los cambios, que a muchos empresarios no les gusta la competencia, etcétera. Lo único que puede mover ese estado de cosas es una gran crisis (que esperemos no ocurra) o un consistente movimiento cívico que impulse a los actores políticos a un cambio de criterio. 

Para ser eficaz, este movimiento no puede alimentarse de la antipolitica, justamente porque lo que se necesita es un proyecto de carácter político, que permita desmontar las resistencias al cambio mientras construye un horizonte deseable y virtuoso, en el que la economía pueda ser soporte de un modelo social aceptable y sostenible. Un proyecto político democrático e innovador, que responda a nuestras deudas pasadas pero que nos conduzca al futuro, a la generación de conocimiento y equidad.

El presente

La pandemia agregó un elemento problemático, sobre un escenario largamente desgastado. La crisis sanitaria acabará en los próximos meses, al ritmo que la inmunidad dada por las vacunas lo vaya permitiendo. Después de eso, nuevamente se enfrentarán de cara a la opinión pública las dos posturas tradicionales de la economía argentina (herederas de dos visiones políticas): una reclamando bajar el gasto público, disminuir la presión fiscal, incrementar nuestra inserción internacional, modernizar nuestra legislación laboral y estabilizar nuestras regulaciones económicas (previsibilidad); la otra planteando ampliar la protección social, garantizar (al menos retóricamente) nuevas prestaciones públicas/derechos e intervenir sobre los mercados para garantizar en particular recorrido de precios.

Las posibilidades de éxito de cualquiera de las dos son exiguas, una porque propone sacrificios a una sociedad desgastada, aturdida, que se siente engañada; la otra tampoco es sostenible porque toda ampliación de derechos necesita de una economía que funcione fluidamente para financiarlo, y eso es imposible de lograr con temor, sin inversiones y con cambios permanentes en las reglas.

Con todo, la post-pandemia mostrará un salto exponencial en la productividad y un mapa internacional diverso. La Argentina debe hacer coincidir su ciclo de reformas con los cambios globales que se avecinan. En especial tenemos que entender la ventana de oportunidad que se nos abre si gestionamos con inteligencia nuestros recursos naturales y construimos una adecuada “diplomacia alimentaria”.

El Proyecto

Argentina tiene que proponerse el objetivo de cambiar su matriz socio-territorial para adecuarla a la emergencia de la sociedad del conocimiento. Nuestro orden territorial actual es reflejo de las consecuencias superpuestas del país agroexportador y de la industrialización sustitutiva. Esa matriz combina una metrópolis de difícil gobernabilidad con la existencia de enormes espacios sub-aprovechados.

La digitalización de la vida cotidiana, el rol del teletrabajo, el potencial bioeconómico del país y, sobre todo, la necesidad de recuperar el equilibrio político territorial, nos obligan a pensar un modelo alternativo, mas diverso, más federal, mas enfocado en la calidad de vida, más sostenible y más justo.

La dominancia del Gran Buenos Aires en la política reciente es una anomalía y un fracaso, y ni siquiera es bueno para los habitantes del Gran Buenos Aires. Los “Cien Chivilcoy” que reclamaba Sarmiento son una necesidad aún mayor: necesitamos hoy 200 Tandiles con su economía diversificada y contexto social virtuoso. 

Podemos tenerlos, solo si como sociedad nos proponemos tenerlos. El mercado no lo hará por sí solo, pero si le damos una oportunidad institucional y política, si instalamos una visión, si realmente podemos conjugar un shock infraestructural, el estímulo a la economía del conocimiento y un acuerdo político que sostenga el rumbo, podemos hacerlo. Como en su momento lo hicimos con la inversión ferroviaria o con la Ley 1420. Pero sin visión, la política es mera burocracia.

Si logramos que cadenas de valor de gran impacto territorial como la foresto-industrial o la lechería ganen inserción internacional, a su alrededor pueden crecer desde start-ups de vanguardia hasta empresas de baja densidad en capital que nutran la vida económica de pueblos y ciudades de altísima calidad de vida. La reconfiguración territorial del país no es soplar y hacer botellas, pero es más fácil generar suelo urbano y extender servicios públicos en Rio Cuarto o San Rafael o Pergamino que en Lomas de Zamora o Berazategui.

Un programa de esta naturaleza debe tomar en cuenta las escalas para el diseño de instrumentos, pero sobre todo la centralidad que adquiere la constitución de una nueva base económica: más diversa, más conocimiento intensivo y más desplegada territorialmente. Esa base económica requiere de bienes públicos de calidad, un orden fiscal estable y estímulos cognitivos tempranos, adecuados y persistentes. El talento de nuestros creativos y creativas hará la diferencia.

Esta visión debe configurarse en torno a un modelo de gobernanza multinivel que les dé a los gobiernos locales la administración del 80 % de la agenda pública, y que transforme a la gestión de proximidad en un lugar de mucha mayor relevancia política.  No se trata de “descentralizar”, sino de construir una red de información pública abierta, al servicio de un modelo de convergencia de administraciones colaborativas.

La Pampa Húmeda construyó su prosperidad a partir de la integración temprana a de su producción agropecuaria de excelencia a los mercados globales y un diseño institucional adecuado para la época. Lo mismo debemos promover para cada región del país, pensando desde una concepción moderna de territorio. El país dispone de activos naturales, pero le faltan acuerdos institucionales; sobre todo faltan porque se pretende acordar sin horizonte, en base a una agenda pobre.

Alfonsin nos planteó ir “al sur, al mar, al frío”; hoy la oferta puede ser más variada. Generemos los incentivos para que nuestras localidades de menos de 50.000 habitantes puedan recibir teletrabajadores, dialoguemos con el mundo sindical para que pueda ver en el teletrabajo una oportunidad y no una amenaza de precarización; dotemos a todas las localidades de más de 100.000 habitantes de condiciones de conectividad física de calidad (aérea o autopistas), favorezcamos la generación de suelo urbano y la radicación de servicios sanitarios y educativos calificados en ciudades intermedias con alto potencial de crecimiento.

Repensemos nuestras grandes metrópolis, ayudemos desde el gobierno federal y provinciales a mejorar sus déficits estructurales, sobre todo una transición hacia ciudades más seguras, más accesibles y mas humanas.

La globalidad post-pandemica será diferente a como la conocimos, habrá un aumento de las migraciones buscando seguridades y salubridad. La Argentina tiene la posibilidad de ser un gran oferente de alimentos inocuos, trazados y garantizados, pero eso requiere mucho más gente cerca de esos procesos poniendo inteligencia, marca, diseño, criterio, sostenibilidad, etc. Pronto seremos 50 millones y nuestras tendencias demográficas actuales indican que nos amesetaremos en los 55/60 millones de habitantes, lejos de los riesgos de estrés poblacional de otros sitios del planeta.

Si de verdad, sin concesiones ni facilismos nos abocamos a un proyecto de reconfiguración territorial, podemos ordenar la macro, generar oportunidades, transformar nuestra fallida política social y abrir nuevos diálogos mucho más edificantes que los actuales.

Por supuesto que, si seguimos creyendo que transfiriendo la renta agraria hacemos justicia, o si pensamos que un ocasional equilibrio presupuestario dará satisfacción a las expectativas de los argentinos, no saldremos de la ciénaga de las visiones fallidas.

Un proyecto como el que esbozo requiere política, acuerdos, renuncias, inversión pública y talento privado. Requiere todo eso: no se puede renunciar a ningún eslabón y ninguno debe opacar al otro. Así como cuatro generaciones de argentinos disfrutaron de un optimismo maravilloso, hace años que el pesimismo nos impide aprovechar nuestro potencial. Nuestro país, que fue el destino de perseguidos y el horizonte de creadores y emprendedores, merece de nosotros un esfuerzo y un sentido.

Es posible un nuevo federalismo de base local, un país en red y una integración global creativa que nos provea de empleos e ingresos suficientes para sostener un modelo social incluyente, institucionalmente calificado y ambientalmente sostenible. Nuestro primer paso es abandonar definitivamente las ideas que nos trajeron hasta aquí.

 Publicado en Seúl el 21 de febrero de 2021.

Link https://seul.ar/salir-del-laberinto/

 

 

 

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