viernes 19 de abril de 2024
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Roma 1922

Hace exactamente 100 años, se hacía del poder en Italia el fascismo. La marcha sobre Roma fue una mezcla convulsa de uso de la representación, acciones en el espacio público, intimidación y construcción de un escenario bélico. Una tragedia.

No fue un episodio aislado. Las consecuencias de la Primera Guerra, la debilidad de una elite política incapaz de modernizar el país, la emigración de las personas en edad activa, el rol conservador de una iglesia altamente arraigada, el revanchismo social alimentado por algunas expresiones de la izquierda, entre otras razones, fueron el sustento para que emergiera una cosmovisión al mismo tiempo autoritaria en lo político, corporativa en lo económico, discriminatoria en lo social, violenta en sus prácticas. 

El fascismo se fue constituyendo como una respuesta oportunista, frente a una sociedad quebrada, demandante de orden.

En un solo paso, Mussolini aprovechó un reclamo legítimo para avanzar frente a un sistema político débil, en el uso de la violencia y los medios de comunicación para disciplinar a la sociedad. 

A partir de allí se sucedieron: el control de la conversación pública, la eliminación de la disidencia, la intervención en todos los ambientes colectivos, la consagración de una moral oficial, y por supuesto la instauración de los “grandes ideales” que justificaran la concentración de poder, el culto al líder y la validación de los esfuerzos sociales que se exigían.

Grandes ideales, simplificación y certezas 

La hipérbole de los autoritarismos modernos, salir de la postración ensayando una grandeza impostada, proponiendo una movilización épica, identificando enemigos, ampliando controversias.  

La paradoja de los autoritarismos modernos es que siempre se fundamentan en la búsqueda de “grandes ideales”. El autoritarismo, para poder justificar las más perversas intervenciones y prácticas, necesita de una semántica trascendente. 

No importa que se trate de la hermandad universal, la imposición de una fe salvífica, de la superioridad de sus reflexiones o del destino trascendente de la patria. Lo cierto es que el fondo aborrecible de las dictaduras, necesita siempre de un relato fantástico, embriagante y lleno de certezas tranquilizadoras.

A los autoritarios, la rutina los corroe, la moderación los perturba, la duda los desenfoca. El trípode autoritario está constituido por: grandes ideales, simplificación y certezas. 

Pasaron 100 años, y si bien ahora no estamos en medio de una guerra perdida, no es menos cierto que (y esto va mucho más allá de Argentina) la sociedad contemporánea padece angustiada los efectos de la post pandemia, la imposibilidad de procesar la volatilidad tecnológica en la que vivimos, los sistemas institucionales se han sobrecargado de burocratismo, las expectativas han sido estimuladas de modo excesivo e irreflexivo.

El mundo parece dividirse entre quienes queremos perfeccionar la democracia y quienes pretenden sustituirla. Entre quienes queremos un orden para garantizar las libertades, y quienes apuestan al orden para restringir las libertades. Entre quienes buscamos las causas de los problemas y quienes prefieren buscar culpables (reales o no). 

No es casual que el término “fascista” haya excedido su versión original, para alcanzar un uso cotidiano, asimilando en sí el autoritarismo, el pensamiento excluyente, el poder desbordado y la violencia. La experiencia italiana fue un ensayo extendido en el tiempo, profundo y funcional en la atención de algunas de las emociones humanas más primarias: el miedo y la reconstrucción de la identidad.

Contrariamente a lo que a veces se cree, en la hoguera del fascismo no cayó solo la resistencia de izquierda, sino también y sobre todo las múltiples expresiones artísticas y políticas del liberalismo. 

Argentina enfrenta un proceso complejo, la simplificación no nos va a resolver el futuro. La historia debe nutrirnos, podemos y debemos dar una respuesta creativa, sensible y firme, que nos permita convivir y potenciar responsablemente nuestras capacidades, con un sentido trascendente y humanista.

Vivimos cotidianamente acciones linderas con el fascismo. Ocupación irregular del espacio público, intimidación, descalificaciones, desapego al diálogo, exaltación de las vías de hecho. 

Ese proceder, muy arraigado en nuestra cultura, puede parecer tentador, pero no se trata de una moda o de una circunstancia, y puede ser un tobogán inmanejable. Es un deber de los demócratas defender un orden sin imposturas, la vigencia de la Ley y la preservación del pluralismo.

Un siglo no es nada en la historia de la humanidad. La memoria nos constituye, el olvido nos degrada.

Publicado en Perfil el 22 de octubre de 2022.

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