Autor: Luis Tonelli
Los mitos no son la realidad que no son. Pero si esa realidad que crean, a partir de que se los cree. Toda nación es una construcción mítica, aunque en la Argentina también sufrimos una destrucción de la nación que no tiene nada de mítica. Y, para redundar en las redundancias, en un país llenos de mitos, existen algunos muy perniciosos ya que, al desvirtuar la realidad, escamotean diagnósticos más acertados y propuestas eficientes para resolver nuestros problemas
Me ocupo aquí de un mito muy caro a la tradición “republicana”: la que afirma que “las instituciones no rigen en la Argentina”. Obviamente, ella es enunciada contra su némesis, la tradición “populista” que se caracteriza por hacerle trampa continuamente a las instituciones. Lo grotesco del caso es que el populismo no niega esa afirmación sino que se defiende exhibiendo episodios de violación de las instituciones por parte de los “republicanos”. Por otro lado, y no es menor el detalle, solo se le hace trampa o se viola a algo que existe.
Diseñada para terminar el conflicto entre Buenos Aires y el resto de las provincias, nuestra constitución nacional ha tenido un carácter híbrido, no solo aceptado sino publicitado por sus Padres Fundadores. Por el lado de los derechos y garantías, nuestra constitución es liberal y garantista (clave para la llegada de inversiones e inmigrantes). Sin embargo, por el lado de su arquitectura del poder, nuestra constitución es tanto centralista como redistribucionista.
O para decirlo de otra manera, es centralista porque es federal, en la acepción peculiar que el vocablo tiene en la Argentina: “federalismo es un sistema de gobierno en donde las provincias, autónomas en términos políticos, tienen que cooperar solidariamente entre ellas y con el Gobierno Nacional para lograr que las más rezagadas equiparen a las más favorecidas”.
Como fórmula suena bien. Pero pongámosla frente a la realidad de 1853. La provincia de Buenos Aires, con la Ciudad de Buenos Aires como su capital, por lejos aventajaba a las trece restantes -denominadas despectivamente por los porteños como “los trece ranchos”-. Buenos Aires dominaba el comercio internacional a partir de su Puerto y de su Aduana y las provincias restantes, puchereaban con sus aduanas interiores.
Para lograr doblegar el poder porteño, las provincias tuvieron que apoyar una centralización del poder, que culminó en el diseño de un Presidente fuerte, elegido por un Colegio Electoral con mayoría provinciana, que le sacó la Ciudad a Buenos Aires, y se la otorgó al Gobierno Federal como trono para su “casi rey” en 1880, luego de las batallas más sangrientas de la historia nacional. Asimismo, las provincias contaban con sus senadores -en copia fidedigna de la Constitución estadounidense, pero también con sus diputados.
Pese a que, en la letra constitucional, los diputados representan a la “nación”, en la práctica son elegidos en distritos provinciales, donde al menos hay una disputa entre la lapicera territorial y la nacional. Esto no sucede en los Estados Unidos donde los representantes son elegidos en distritos uninominales, ganándose el cargo consiguiendo cada uno sus fondos, independientemente del Gobernador de su Estado.
Agreguémosle a esto otras dos perlas distribucionistas. La primera es el inciso 9 del artículo 75, que atribuye al Congreso la potestad de otorgar subsidios del Tesoro Nacional a las provincias cuyas rentas no alcancen, según sus presupuestos a cubrir sus gastos administrativos. La segunda, el artículo 4 de nuestra constitución (bien adelante, luego del 3ro que designa a la ciudad de Buenos Aires como distrito federal, como para que no queden dudas quienes habían vencido) que reza que el Tesoro Nacional se constituye a partir de los impuestos al comercio exterior. Pregunta no capciosa: ¿cuál era la provincia que se perfilaba como “exportadora” a principios del siglo XIX? En los Estados Unidos, por el contrario, estos impuestos corresponden a los Estados.
Ahora, si consideramos a las instituciones como sistemas de incentivos, en lo que hace al sistema federal nuestras reglas (no su desobediencia) producen obviamente un resultado negativo e ineficiente. Los gobernadores intervienen en la política nacional para negociar su apoyo político en el congreso (con sus senadores y diputados) a las iniciativas presidenciales, a cambio de apoyo económico. Dado que lo recaudado por las exportaciones va a la mano del Presidente, los mandamases provinciales tienen más incentivos de golpear la puerta a la Casa Rosada que atraer inversiones. Asimismo, el proceso de inversiones habilitaría más actores con poder en las provincias, en cambio así, el gran negociador es el Gobernador. Resultado, la negociación federal sale mucho más cara, encuentra más puntos de vetos, y no favorece al desarrollo.
De este modo, el populismo (definido como un redistribucionismo insustentable) es más bien un producto de nuestras instituciones (y encima, no contento con esto, muchas veces les pasa por arriba a ellas). Y el republicanismo ingenuo, ese que considera que los problemas argentinos se arreglan solo por “respetar” a la Constitución no se da cuenta que ella encierra un mecanismo político-económico que está en la base de muchos de los problemas argentinos.
Publicado en 7Miradas el 20 de enero de 2021.