jueves 18 de abril de 2024
spot_img

Murió Carlos Menem: su década en el poder, un intento renovador que terminó con costos muy altos

El sello que Carlos Menem, que murió este domingo, le imprimió al peronismo hace ya treinta años, no despierta hoy los medidos entusiasmos o los exaltados aborrecimientos de su tiempo. Es el momento de tratar de entenderlo.

Hay dos perfiles suyos que vale la pena destacar: el político de la nueva democracia y el piloto de la crisis de hiperinflación.

Como nuevo demócrata, apoyó desde el principio a Raúl Alfonsín, algo poco común entre los peronistas de entonces. Enrolado en la corriente renovadora, protagonizó una jornada democrática excepcional en el peronismo: ganó la candidatura presidencial y la jefatura del movimiento en una elección interna abierta.

Como líder peronista, supo combinar la vieja política con la nueva. Acordó con la dirigencia tradicional, escasamente renovadora, y ganó el voto popular, explotando una imagen de santón que renovaría el milagro de los panes y de los peces. Ya en el gobierno, inició la construcción del “partido de la administración”, perfeccionada por Néstor Kirchner: una red eficaz de funcionarios y punteros que transmutaban los recursos estatales en votos.

Convocó a una camada de jóvenes políticos profesionales, brillantes, eficaces y con pocos pruritos. Eligió ministros muy capaces -Corach, Dromi, Bauzá-, y delegó en ellos las tareas, sin perder de vista el panorama general.

En un país crispado, fue un hombre de consensos. Remplazó el balcón por la caravana electoral, el contacto personal y la empatía. No pretendió imponer ninguna verdad, y tomó la crítica con humor. Se esforzó en reconciliar al peronismo con sus enemigos históricos, como Rojas y Alsogaray, sin olvidar las viejas reivindicaciones de su movimiento, como la repatriación de los restos de Rosas.

Con mano dura acabó con lo que resultó ser el último levantamiento militar, y al mismo tiempo dictó una amnistía general, que incluyó a tirios y troyanos. Supo desplegar una fina artesanía para concretar el Pacto de Olivos y lograr, con poco costo, su ansiada reelección.

La emergencia económica, adecuadamente dramatizada, le permitió lograr, sin mayores conflictos, una delegación del poder, escasamente republicana. Actuó al borde de la discrecionalidad, pero sin transponer la línea de la ley.

Desde otro punto de vista, fue el presidente de la crisis de hiperinflación: ni la primera ni la última. Como Alfonsín y Sourrouille antes, y Kirchner y Lavagna después, Menem y Cavallo encontraron la forma de darle al país un respiro de siete años. Lo singular en su caso fue el camino -completamente ajeno a la tradición de los peronistas- y su capacidad para hacerlo aceptar.

Fue el intento más consistente de modificar el decadente rumbo argentino. La nave insignia fue la convertibilidad y la estabilización de la moneda, base de un amplio consenso fuera del peronismo. Lo más profundo fue la reforma del Estado y el ajuste fiscal, la apertura económica y la promoción de los sectores productores competitivos.

Las acciones siempre tienen al menos dos caras. Pocas cosas tan radicales pueden encontrarse en nuestra historia como la privatización de empresas estatales -no todas mal hechas- o el intento, solo parcialmente logrado, de una reforma laboral. Pocas cosas, también, con costos inmediatos tan altos: destrucción de buena parte de las fuentes de empleo, consolidación del mundo de la pobreza, erosión del Estado y abandono de sus funciones esenciales, como la educación. Las consecuencias salieron a la luz con la crisis de 2002.

Fue algo más que romper huevos para hacer una tortilla, como solía decir Perón. Fue tirar por el desagüe, juntos, el agua sucia y el bebé. ¿Era necesario, o solo mala práctica? Lo real es que las reformas no duraron, pero sus consecuencias son parte esencial de la Argentina de hoy.

El desarticulado Estado quedó subordinado a los gobiernos decisionistas que siguieron. El corporativismo prebendario salió fortalecido con los beneficios sectoriales y personales distribuidos para suavizar la oposición a las reformas.

La pobreza se incubaba antes de 1989, y sería aventurado decir que era reversible. Pero se expandió y consolidó en los años de Menem, cuando también se instalaron una serie de prácticas para sacar provecho de los pobres, entre ellas las electorales. Los políticos brillantes se convirtieron en La Cámpora. La “carpa chica” de las privatizaciones devino en la cleptocracia kirchnerista.

La pacificación política duró poco, y en cambio alimentó viejas y nuevas pulsiones agonales. El autoritarismo benévolo minó la confianza en la construcción, ciertamente embrionaria, de una democracia institucional fundada en el Estado de derecho. Su intento de lograr una nueva reelección fue desventurado, para él y para el país.

Menem construyó un peronismo adaptado a la democracia, pero a la vez adecuó la democracia al modo de ser de los peronistas.

Logró un cierto equilibrio político, que resultó precario y se esfumó con la crisis siguiente, a la que siguió un definido retorno del peronismo a sus orígenes autoritarios.

Podría decirse que completó la obra de Alfonsín, sin su inspiración moral pero con más eficacia para lidiar con una realidad ajena a principios éticos.

Poco quedó en pie de ese intento renovador de Menem. En rigor, tampoco queda mucho del de Alfonsín. Ambos pertenecieron a una Argentina donde aún era posible imaginar un rumbo alternativo para su decadencia. A ambos los recuerdo con parecida nostalgia.

Publicado en Clarín el 14 de febrero de 2021.

spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

Luis Quevedo

Raíces de la crisis: el verdadero significado de la “batalla cultural”

Adolfo Stubrin

El turbio corazón del DNU 70

Alejandro Garvie

Tesla recibe subsidios y recorta empleos