jueves 18 de abril de 2024
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La culpa es de Salgari

Sin dudas fue el genial Emilio Salgari quien, al suicidarse con un viejo y oxidado cuchillo de cocina, generó una grieta imposible de cerrar entre autores y editores. Trabajador a destajo, escribió en su nota suicida: “A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel, manteniéndome a mí y a mi familia en una continua semimiseria o aún peor, sólo os pido que en compensación de las ganancias que os he proporcionado os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma”.

Salgari era un mentiroso, un genial mentiroso. Sin haber salido nunca de Italia, solo escuchando relatos de marinos, logró crear un universo maravilloso de personajes justicieros que ponían en jaque al imperialismo británico (él mismo se da un rol relevante en la descripción de Yañez de Gomara, el portugués que combate junto a Sandokan). Como de gustos no podemos hablar, siempre me pareció más interesante el italiano que el francés Julio Verne. Ambos, junto a Alejandro Dumas, para aquellos que crecimos en el siglo pasado, fueron la fuente de nuestra imaginación.

Más cercano en el tiempo, será Cortazar quien en carta a Mika Etchebéhère luego de leer el manuscrito de Mi guerra de España, se indigna: “Quisiera saber si tenés posibilidades de publicarlo; los editores, imbéciles de nacimiento, suelen retroceder ante libros así, pero si yo puedo serte útil en algo concreto, no vaciles en decírmelo”.

Evidentemente el mundo de los escritores siempre se mantuvo ajeno al de los editores, sin entender las necesidades mutuas. 

No quería darle mucho crédito a la mal encarada (por no decir ignorante, dado que parte de la base de la ignorancia total de la cuestión comercial) que hace Saccomanno en la FIL 2022 de Buenos Aires. Ni siquiera fue original. Allí el escritor se pretende posicionar en el lugar del ingenuo justiciero que enfrenta los poderes de turno, en un cambalache que mezcla el proceso de consolidación del territorio nacional a fines del siglo XIX con la represión genocida de la dictadura militar. No es ingenuo que el escritor “recuerde” a Roca pero se olvide de Rosas (incluso más cruenta que la del futuro presidente conservador) o de la masacre del pueblo Pilaga en 1947. Su memoria olvida también a todos los muertos por las fuerzas de seguridad provinciales durante la pandemia.

La memoria es selectiva. La selectividad cultural que se produce desde 2003 a la fecha tiene un origen. En 1993 se estrenó una película que llegará a ser récord del cine argentino, Tango Feroz. A partir de la anécdota de “contar” la vida de un olvidable músico de rock (dicho incluso por sus amigos músicos contemporáneos), no solo se deidificó la vida de este muchacho, trágicamente muerto poco después de salir de un proceso de desintoxicación, sino la de la década del setenta.

Quienes hasta ese momento no se habían interesado antes por esos años, encontraron en la liviana película una fuente (dudosa) a la que acudir para reencontrarse con un tema que habían negado y con su propia adolescencia perdida. La película es, permítaseme adjetivar, un bodrio incoherente donde se naturaliza que el mundo del rock se mezcle con el de las organizaciones setentistas (colectivos que en esos años correrán por carriles paralelos). Ni la presencia forzada (por razones de coproducción) de Imanol Arias levanta un poco el film. El estreno de esa película es el inicio del kirchnerismo cultural.

Cuando Néstor y Cristina se hacen con la centralidad del campo político en 2003, Tango Feroz hacía diez años que tergiversaba la historia. El setentismo de los 2000 ya estaba domesticado. La cultura había encontrado un relato en el que abuenar esos años. Quitarles dramatismo.

Eso mismo se traslada a todos los ámbitos culturales.

Hasta los años setenta, los escritores tenían una centralidad mediática (la idea original se la debo a Gabriel Palumbo, a quien eximo del forzado estiramiento conceptual posterior). No era sorpresivo leer un reportaje a Borges o Beatriz Guido en las revistas de actualidad de la época. Sus opiniones eran atendidas por una clase media que los tomaba de referencia. A partir de los noventa, esta centralidad los puso en los márgenes. Los exilió de las luces del centro. Es cierto también que un libro de Beatriz Guido o de Martha Lynch o de Silvina Bullrich vendía unas cuantas decenas de miles de ejemplares apenas salía de imprenta. Y conseguía varias ediciones posteriores (hace poco el crítico de cine y ensayista Quintin se preguntó por qué hoy no se consiguen ninguno de sus libros, dado que fueron prolíficas escritoras y sin dudas abrieron camino a nuevas autoras que, en muchos casos, reniegan de ellas y, de nuevo, el estiramiento conceptual es mío). Hoy eso no pasa.

Saccomano no está criticando solo a las empresas editoriales (desconoce absolutamente todo del negocio y lo explican muy bien Oche Califa y Hugo Levin).

En primer lugar, está criticando a los trabajadores editoriales (correctores, armadores, ilustradores, editores, quienes pocas veces somos reconocidos y que solo buscamos ser mencionados en las presentaciones por los autores para sentir que nuestro trabajo dio sus frutos). Es coherente es ese sentido su discurso de barricada, propio de izquierdas identitarias que se alejan cada día más de sus bases históricas (y así les va electoralmente).

Seamos claros, la crítica no es a la familia Lara (dueños del mayor multimedios en español) o al Sr. Simon & Schuster. Saccomanno se metió con el trabajo editorial directamente cuando se pone a hablar de números, dado que si él como autor cobra el 10 % es porque el 80 % restante se reparte entre los trabajadores de la editorial, los de la imprenta (si, imprenta y editorial son empresas diferentes) y los de las librerías. El Sr. Lara, con suerte y antes de impuestos, se queda con el 10 % restante.

Pero fundamentalmente lo que está pidiendo a gritos el autor mencionado es volver a integrar ese “círculo rojo intelectual” del que la comunicación moderna, y la simplificación de las ideas y de la historia, los han desplazado. Saccomanno se ve desplazado por “compañeros de ruta” más amables.

Así como en su momento Tango Feroz domesticó los años setenta, los hizo digeribles para que las generaciones posteriores adoptaran el liderazgo de impostores de los derechos humanos como son la familia Kirchner. Ese fenómeno cultural también generó que el espacio mediático fuese ocupado por un pensamiento histórico y literario amable y también digerible. Hasta una ensayista genial como Beatriz Sarlo está domesticada, para ello acepta hablar de lo que no sabe (política) y se olvida de lo que sabe, la literatura. Un camino similar buscó Saccomanno para ser aceptado por ese círculo rojo cultural.

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