sábado 20 de abril de 2024
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El Gatopardo

Así se conoce una obra de literatura profunda  escrita por Giuseppe Tomasi di Lampedusa (1986-1957), cuyo nombre original habría sido: “El leopardo jaspeado”. Eugenio Montale describió  a Lampedusa del siguiente modo: “Un gran señor, un ser sofisticado en el más alto significado de la palabra, un hombre que lo ha entendido todo en la vida, un poeta-narrador dotado de una impecable clarividencia y de un sentido de la existencia que es al mismo tiempo estoico y profundamente caritativo”.  

La novela fue adaptada  al cine por Luchino Visconti, en 1963, con las consagratorias actuaciones de Burt Lancaster, Claudia Cardinale y Alain Delon (Tancredi, el irresistible sobrino del Príncipe de Lampedusa), en torno a una época en fuga, en la enigmática, sutil y luminosa Sicilia. Mosaico de civilizaciones superpuestas como en un palimpsesto, que fraguó en el obligado  silencio insular de sus costumbres herméticas.  

Cuna de Empédocles y Arquímedes, la isla siciliana fue inspiración de Manuscritos de Historia Bizantina y Códices corales, de pensadores taciturnos, como Lampedusa y Sciascia, portadores  ambos de  una pereza abismal, en medio de la belleza, del aire límpido y de  los ademanes enfáticos de sus paisanos. Todo esto enmarcado en paisajes irrepetibles, en ruinas estremecedoras y el horizonte permanente del mar. 

Vale la pena recordar de manera anecdótica que allí nació también el afamado Andrea Camillieri, creador del Comisario Montalbano, amigable policía y latin lover. Cuasi héroe costumbrista quien -con sus paródicos colaboradores-, se mueve como pez en el agua entre los códigos “honoríficos” de la omertá.  

El Gatopardo es una honda mirada sobre  la fugacidad de las condiciones de la vida  ante los cambios de la sociedad. Se universalizó como referencia a una actitud sigilosa reflejada por su autor,  en legítima defensa ante la irrupción de lo extraño a la dignidad del pasado. Expone una estrategia instintiva -darwiniana y al mismo tiempo cínica- de los señoríos nobiliarios, frente a los embates del risorgimento  irredentista de la unificación italiana. Explicando a Lampedusa, se ha dicho de él: pasó gran parte de su tiempo leyendo y meditando, y solía decir de sí mismo que era un chico que gustaba de la soledad, y prefería más estar con las cosas que con las personas.  

Lampedusa aludió a la actitud del protagonista central de la novela -el viejo Príncipe- (una suerte de alter ego de sí mismo) en una frase paradojal que no es tan simple  como ligeramente se cree:  “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie. ¿Y ahora qué sucederá? ¡Bah! Tratativas pespunteadas de tiroteos inocuos, y, después, todo será igual pese a que todo habrá cambiado … una de esas batallas que se libran para que todo siga como está”.

En el juego de esas palabras anida una metáfora que permite direcciones diversas. No sólo aludir a que lo viejo se resiste a ser renovado, sino quizás también, a la intensa necesidad de que la renovación sea gradual. Dar espacio a la adaptación necesaria ante los cambios.  Tempo indispensable para que pueblos milenariamente invadidos, como Sicilia,  pudieran guardar algo propio y sobrevivir a lo extraño. A nivel mundial y de las relaciones Intergeneracionales, podría decirse: bienvenidos los avances, pero  no  tan disruptivos como para dejar fuera de la cancha a las generaciones mayores, que merecen –al menos- la chance real de adaptar sus vidas, para seguir sintiéndose útiles. Los seres y las cosas del pasado no deberían ser desechos sin función en el presente. No sería justo invisibilizarlos, descartarlos arbitrariamente. Merecen no ser tácitamente negados por quienes los suceden. 

En un sentido trascendental advertimos cierta vinculación del sprit gatopardista -paradigmático de Lampedusa- con la angustia y nostalgia profundas del ser humano ante la finitud. Similar a la  que Walter Benjamin sintió frente el progreso y las ruinas del pasado: “un sentimiento de pérdida y desplazamiento, pero también un idilio romántico con nuestra propia fantasía personal” (Svetlana Boym, El futuro de la nostalgia, 2015). Por algo Benjamin concibió el  devenir histórico como un ciclo incesante de desesperación. Algo que también podría acercarse a las ideas del filósofo Giorgio Agamben, quien ubica el punto crucial del hombre moderno en la pérdida de contacto con su propio  pasado. Esta suerte de choque crucial lo incapacita para encontrar su lugar en la historia. Michel Maffesoli, nos dice: (…) Si el narcisismo individualista es dramático, la primacía de lo tribal es trágica (…) consentimiento de la plenitud del instante y aceptación lúcida de lo efímero” (El instante eterno”, 2001).   

En criollo político se suele llamar gatopardista a la actitud de  enmascarar las verdaderas intenciones, con críticas a la actualidad  y una falsa promesa de cambios generosos. Pensando en  ceder luego   partes menores del poder (de turno) para luego conservarlo más. En otros términos: postura engañosa que disimula el hecho de maniobrar como cachafaz, para seguir teniendo “la sartén por el mango”, (y el mango también, diría María Elena Walsh) o lo suficiente para “cortar el bacalao”.  Con una constante: guiño a la izquierda y giro a la derecha, es decir, volver al pasado propio. Epítome conservador. Con feudos provinciales y baronías comunales, que tironean pedacitos al Estado, ahogando lo demás, Estado que en vez de atender a la sociedad, se concentra  en alimentar a una estructura estatal sin fondo. Un absurdo retorno al patrimonialismo  clientelar. 

Yendo del infinito al bife, como ha dicho el amigo E. Feune de Colombia en celebrado texto, y en base a nuestra  destacable  y declarada creatividad de “resolver cualquier problema mecánico con un alambre”, en estas tierras inventamos el fenómeno de la doble carambola  de  gatopardismo. Primero  y esencial: la Musa de los Glaciares dió a entender que había examinado profundamente la situación y comprendido que no eran tiempos de grieta ortodoxa sino de sumar. Para demostrarlo  dio un paso al costado y -a lo Curzio Malaparte-  invistió a un camaleón  lenguaraz, estilo Migré (cuyo apellido real era Milagro).  A poco andar, viendo que sus asuntos no se resolvían con la velocidad deseada para sus propósitos ocultos, invirtió  los comandos de las prioridades aparentes y,  por las suyas, inició una tramoya de aventuras contradictorias tipo Gran Bonete:  nadie sabe a ciencia cierta qué se quiere en realidad, quién lo quiere, qué pasará, cómo ni cuándo, salvo aumentar la confusión. Es sabido que a río revuelto ganancia de pecadores y retorno de una grieta potenciada. Esto es, cuanto peor, mejor! La clientela crecerá!  

Un fatigado operador bonaerense, desairado u olvidado, pensó en advertir la complejidad de la crisis y la necesidad del básico criterio de unidad ante lo difícil:  quien ganó gobierna, y quien perdió también, recordando antiguos episodios. Pero farfullando se le escaparon otras palabras equívocas. Bastó una zamarreada crítica para que declarase absorto que él  también es humano y -como todo el mundo en medio de la pandemia-, podría  ser víctima de “trastorno confusional”. Hasta ahora no sabemos si puede convertirse en epidemia, pero sería saludable guardar distancia desde la platea para evitarlo. ¿O estamos ya contagiados sin darnos cuenta? 

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