miércoles 24 de abril de 2024
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El derecho a la educación también en cuarentena

Siempre creímos que la educación era la herramienta para generar igualdad de oportunidades. Sin embargo, hace ya varias décadas esa idea que convive en el imaginario argentino, inmortalizada en el celebre M´hijo el dotor, esta lejos de ser real. La marca que distingue a la educación en Argentina es la desigualdad. La pandemia y la incapacidad de poner el tema en el centro de la escena vinieron a reforzar esta crisis. Es claro, que si no buceamos en los problemas estructurales, los nudos que impiden lograrlo seguirán estando.

En Argentina conviven distintas desigualdades, -sociales, territoriales, económicas, culturales- y todas ellas golpean con fuerza a una escuela que lejos de procesarlas positivamente, la ve pasar y reproducirse de modo inevitable en la trayectoria educativa de los niños y niñas. Al final del camino, no llegan todos con un abanico de oportunidades más o menos equitativo (en el sentido igualador de la metáfora), sino que  una buena parte no llega. Esto es así por varias razones.

Primero, el contexto del origen socioeconómico de niños y niñas es un gran condicionante. Quienes provienen de entornos de pobreza se escolarizan más tarde que quienes vienen de familias con mayores recursos. La deuda con la creación de espacios destinados a la primera infancia, es aún enorme. Había pocos y no siempre de buena calidad. Ahora escuchemos el grito  de los jardines maternales de todo el país, considerados un suerte de híbrido que el Estado ignora: no reciben la ayuda para instituciones educativas pero tampoco la de las Pymes. Ni chicha ni limonada. Están cerrando a ritmo de pandemia.. A este paso, teníamos pocos, tendremos menos y ni hablar de la oferta pública. Entonces, la estimulación temprana, el aprender a aprender, marca ya una línea de partida desigual.

 Luego, en el otro extremo, en la escuela secundaria, el ingreso temprano a trabajos informales, el embarazo no intencional en la adolescencia y la desintegración del sueño romántico de que la escuela le da más oportunidades que la calle, hacen su parte. Los datos los sabemos: 7 de cada 10 jóvenes no terminan la escuela pública en tiempo. El abandono escolar tiene sesgo de clase.

Sumemosle a esto que hay escuelas públicas en donde el Estado invierte hasta cinco veces menos por alumno que otras. ¿Qué explica esta inmoralidad? Es simple: las inequidades geográficas y territoriales de la Argentina. Provincias pobres, con pobre inversión educativa; provincias ricas, con niveles de inversión más que respetables. En un extremo y otro de la tabla, el derecho a la educación pesa (o pesos) distinto.

Así las cosas, si un niño o niña nace en una provincia pobre y en una familia en contextos de pobreza, sus chances de superar con éxito los retos del sistema educativo bajan significativamente. ¿Quienes egresan? Aquellos que no necesitan superar las brechas de estratificación social de donde provienen. Si cruzamos todo esto por indicadores que miren la calidad, vamos a ver que en Argentina la varianza en el rendimiento escolar de estudiantes es de las más grandes de Latinoamérica: en un mismo país conviven varios mundos.

Esa escena grafica lo que es la educación en Argentina. Muchas voces, hace mucho tiempo ya, vienen advirtiendo sobre los riesgos de la fragmentación educativa, la desigualdad y el abandono escolar. Si la educación que recibimos no es para todos igual, el derecho a la educación del que gozamos, tienen distinta intensidad: derechos de primera, derechos de cuarta.

Con esa foto, pensemos en la pandemia y la escuela. De un día para el otro, la demanda para adaptar contenidos a la virtualidad, preparar clases, conocer plataformas y arrancar. Un salto fenomenal, que cuando miremos para atrás seguramente nos dirá que avanzamos de golpe lo que podría haber ocurrido en más de una década. Pero ¿a qué costo?, y ¿a quienes estamos dejando atrás?

Ya se habla de las escuelas zoom y las escuelas whatsapp. Con esa idea tan simple, se quiere referir a cómo la virtualidad impactó de manera diferenciada en las instituciones educativas. Basta hacer un recorrido en las voces de docentes de escuelas públicas y privadas o también en la voz de los propios niños y niñas. ¿Cómo fue la educación que recibieron en tiempos de pandemia? Las diferencias son tan abismales que duelen. Historias de quienes aprendieron a innovar, a crear, a interactuar con sus pares y ¡sus padres!; en definitiva encontraron un modo diferente de aprender, solo eso. En el otro extremo, la dolorosa realidad de familias donde hay un solo dispositivo (un teléfono o una pc) para todos los integrantes: leer las consignas, abrir un video, bajar un PDF, a veces se convierte en misión imposible. A mitad de mes, cuando se van quedando sin datos, aparece el silencio. Los y las docentes, -muchas veces en soledad-, imaginando nuevos modos que le permitan no perder el débil lazo que los une a sus alumnos/as. Uno de cada cinco chicos de primaria no tiene acceso a internet. En algunas provincias del norte, dos de cinco. ¿De qué modo pensamos en ellos? ¿Qué dicen los protocolos de reapertura? ¿Qué nivel de preocupación hay con estos aprendizajes tan dispares? Medio año escolar en pandemia es mucho tiempo. Los datos que se empiezan a conocer abruman: sólo la mitad de las escuelas se comunica con los chicos y chicas todos los días, la otra mitad, con suerte una vez por semana. El Ministro Trotta acaba de decir que hay incertidumbre sobre que las clases comiencen en marzo con normalidad. Entonces, ¿seguimos así?  ¿hasta cuando?

La pregunta que sigue, compleja como las anteriores, es ¿cómo haremos para ir a buscar a esos y esas jóvenes que vieron terminar su adolescencia abruptamente y con ella el sueño de la escolarización, aquellos que están hoy arremangados buscando una salida para la familia? ¿Cómo evitamos que esto que empieza como contactos esporádicos con sus maestras, sea el día después, las cifras de un abandono escolar que crece?

En al menos tres oportunidades el Presidente de la Nación, dijo que volver a clases no era una prioridad, dijo también “que me sigan mandando dibujitos por twitter”. Que la presencialidad no sea prioritaria es una cosa, pero que no lo sea la educación otra.

El Congreso tiene y debe hacer algo. Aprobamos tiempo atrás el reconocimiento de la virtualidad como un modo posible de aprendizaje, pero con eso solo no alcanza. No es suficiente. Pensar acciones, políticas públicas, para revertir la brecha digital es más urgente que nunca. Vendrá seguro quién querrá señalar culpas mirando el sostenimiento de los programas de equipamiento, como Conectar Igualdad. Vendrá quien dirá se repartieron notebooks, sin garantizar la conectividad a internet o la formación continua de docentes. Posiblemente, en todo ello, haya algo de verdad. Sin embargo, aún cargando la culpa que a cada quien le toca en esta historia, nunca como ahora fue tan urgente hacer algo y eso no está ocurriendo. Queremos que el Congreso discuta y apruebe un plan para achicar la brecha digital garantizando la accesibilidad a los contenidos educativos para cada estudiante. Proyectos hay, ideas hay. Necesitamos la decisión política de poner el tema -y los recursos- en la escena.

Es claro que los procesos de enseñanza y aprendizaje son siempre contextuales. La diversidad de la escuela puede ser una enorme riqueza, sin embargo, mal gestionada se puede volver, paradójicamente, una condena a la exclusión. Hemos construido un temor reverencial a pensar políticas focalizadas, pero no hay duda que en contextos de enormes restricciones fiscales y de desigualdades agobiantes, no poner más recursos en quien más los necesita es ética y políticamente inmoral. Que la diversidad nutra, en vez de condenar, es el enorme desafío de la escuela. Reconocer el problema y diseñar medidas de acción positivas, es más urgente que nunca.

Finalmente, para ir al fondo del problema, también necesitamos impulsar una nueva ley de financiamiento educativo, que no repita el error de la anterior, que fue ignorar las desigualdades preexistentes y que, por tanto, lejos de achicar la brecha la aumentó. Una nueva ley, donde la Nación Argentina, asuma la responsabilidad de garantizar un piso mínimo de educación de calidad para cada uno de los niños y niñas que viven en este suelo. El sueño de la educación como motor de movilidad social es posible si somos capaces de abrir los ojos y actuar sobre las diferencias que condicionan el porvenir.

 

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