martes 19 de marzo de 2024
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Arde Troya: Sarasa política en la Argentina desquiciada

La política del odio

Una sutil imprecisión interpretativa persiste enquistada en el imaginario cultural. Su debido esclarecimiento autorizará ulteriores elucidaciones. Contra la opinión popular, la Ilíada no trata sobre la guerra de Troya. El vértice principal del poema no finca en el relato de una prolongada confrontación multitudinaria. El nudo argumental sobre el cual gira toda la epopeya emplaza su punto de apoyo principal en el encono irrefrenable de un ser individual. En pocas palabras: la Ilíada versa sobre la ira de Aquiles. Homero lo explicita sin ambages en las primeras líneas de la obra: “Oh Musa, cantad sobre la cólera de Aquiles”. A lo sumo, la conflagración entre griegos y troyanos reporta el tan prolongado como infausto encuadre situacional de la historia de un enojo subjetivo. El verdadero pivote temático emerge en la reacción desmedida de un héroe agraviado en su honor. ¿Qué nos puede decir el mito griego sobre el presente nacional? Mucho. A condición de obrar las debidas mediaciones intelectuales y de despojar a la realidad de sus mascaradas.

De igual manera que sobrevuela un malentendido sobre una de las piezas fundantes de la cultura occidental, en la actualidad política argentina pervive una comprensión desajustada. El cuarto gobierno kirchnerista no gira en torno a la supuesta saga de un presidente testimonial luchando (y perdiendo por paliza) contra la adversidad. El centro de gravedad, la pulsión más íntima del quehacer del Frente de Todos (FDT), consiste en la sed de venganza de la Vicepresidente (con E) agraviada. Al igual que Agamenón, jefe nominal de la expedición griega que sitia Troya por una década, el Capitán Beto funge de simple actor de reparto. Su rol se resume al de mero títere de voliciones revanchistas ajenas. Aquiles y Cristina, sin ser los comandantes formales de la expedición, constituyen lo principal de sus respectivas fuerzas y, como tales, comportan los pilares de una tragedia. Uno y otra conforman la fibra íntima del poder de sus facciones. Ambos personifican sujetos excepcionales en su soberbia. Los dos viven enclaustrados en muros de un resentimiento innegociable. Ninguno admite conciliación alguna. Sólo la posesión de un idéntico arrebato de odio cerril explica que la dupla llegue a permitir que arda todo ―TODO― en aras de obtener sus respectivos desagravios.

El poema griego postra lo humano a los pies de lo divino. Los personajes hacen, sépanlo o no, lo que los caprichosos dioses disponen. De igual manera, pero en versión profana y banal, en el FDT el protagonismo recae única y exclusivamente en el ego herido de Ella. Cual antojadiza deidad suprema, la saña de su deseo traza el contorno de los mandatos gubernamentales. Pero a diferencia de la historia mítica, en el oficialismo todos saben perfectamente bien que bailan al son de la música de resentimiento emitida desde las entrañas del Instituto Patria. Incluso, y sobre todo, el más consciente de la situación es el presidente testimonial. En algún punto de la cuarentena sin fin, cuyas sucesivas prolongaciones dejaron de comunicase por cadena nacional al transformarse en una situación permanente, el menos relevante de los Fernández terminó por aceptar su derrota interna, se rindió de manera incondicional ante su jefa y juró convertirse en lo que quisiera la titular real del poder ejecutivo de la Nación.

Contra lo que asumen los analistas, la irrupción de un registro beligerante en el guion del presidente testimonial no sustituyó una genuina posición dialoguista relegada a agostarse. De igual manera, la belicosidad actual no da voz al albertismo esencial. Su contenido político íntimo consiste en el dominio de una deslumbrante aptitud plástica escindida de cualquier fundamentación ética. Su rostro granítico es el del actor profesional habituado a transformar su viso de acuerdo con las exigencias de la escena. La inicial versión de inclinación consensual: “Vengo a unir a los argentinos” y su consiguiente modalidad talibán, conviven y se alternan sin siquiera mudar demasiado el gesto ni coronar anhelos ideológicos (no se puede alcanzar lo que se desconoce).

Fingir sin cesar implica la priorización del deseo ajeno a costa de la propia satisfacción. La simulación ininterrumpida presume el despliegue de una lógica transaccional prostibularia o el padecimiento de una disfuncionalidad psicológica. O ambas… Tal la indefectible condena a la frustración de quien elige no ser sí mismo. Para los avezados engañadores políticos, los compromisos supremos cuentan con instancias de cumplimiento optativas y empeñar la palabra vale tanto como el precio a pagar por romperla. En manos de los embaucadores, la honradez en el decir, y la coherencia entre el decir y el hacer adquieren consistencia arcillosa. Categorías tan mojigatas como verdad y mentira caen por fuera de la égida del impostor profesional. La racionalidad política de quien vive bajo el signo de lo camaleónico presume una caracterología de absoluta vacuidad moral. Quien todo lo finge habita en el páramo del escepticismo extremo.

El individuo carente de encuadre en valores percibe los principios como medios y los fines como excusa. Ideología reformulada en metodología y teleología transmutada en coartada. El desacople absoluto con cualquier convicción habilita a abjurar de las creencias declamadas con fanatismo hasta ayer (“Yo no miento. Soy hijo de un juez. Grábelo: yo no voy a cambiar la justicia”), con el mismo énfasis con que se anuncian las nuevas revelaciones de hoy (“Dicen que esto [la Reforma Judicial] beneficia a Cristina y no tengo la menor idea de en qué la beneficia”).

En otras palabras, la persona que acepta pelear a muerte bajo banderas recambiables conforme conveniencias situacionales, nunca pensó en tributar su vida en el altar de ninguna causa. Golpearse el pecho por todas las metas, omitiendo las inconsistencias de las piruetas ejecutadas entre ellas, termina por devaluar la palabra del acróbata falaz. Una breve secuencia de veleidades, digna de un culebrón de media tarde, ilustra el tenor de las modificaciones operadas en un sujeto con esquizofrenia político-ideológica de genuina cepa kirchnerista:

1- Versión de bravuconada irredentista: “He decidido la intervención de Vicentín […] dando un paso hacia la soberanía alimentaria” (aunque la empresa produce biocombustible y la soja argentina se destina principalmente para alimentación porcina en China); 2- Modalidad legalista-instrumental formulada in extremis: “La expropiación es la herramienta, no hay otro modo”; 3- Opción de avasallamiento anti-republicano de reminiscencias venezolanas: “Si el juez dice que no a la propuesta, sólo nos queda expropiar”; 4- Alternativa recriminatoria proferida por un pretendiente despechado: “Pensé que iban a salir todos a festejar [la expropiación]”; 5- Alegato bienintencionado (aunque de capa caída) enunciado para escudar el derrape en una supuesta vocación reparadora: “Nuestra intención siempre fue rescatar a la empresa, preservar los activos, colaborar con los productores damnificados y mantener las fuentes de trabajo” y 6- Desenlace adverso (no se lea “Alverso”), disimulado en el clásico registro de si te he visto no me acuerdo: “Hemos dispuesto la derogación del DNU 522/2020 que ordenó la intervención de Vicentín S.A.I.C. por 60 días”. Frentetodismo al palo. O en las inmortales palabras del ministro Guzmán: “Sarasa”.

Mudar sin cesar de piel ideológica termina por despojar al Metamorfo de cualquier indicio de credibilidad, por el simple hecho que quien cree en todas las causas no abraza ninguna. Convicciones provisorias fundadas en valores opcionales. El principismo a la carta forja una ética acomodaticia y permite constantes reconfiguraciones personales. El destino de ser siempre un otro cualquiera implica la aceptación de nunca ser nadie en particular. La ventaja de la farsa ininterrumpida radica en la permanente certeza de enarbolar emblemas momentáneos, con la consecuente liberación de la tiranía ejercida por la conciencia. Frente a los empresarios el Capitán Beto celebró el capitalismo: “Muerto el comunismo, el capitalismo no tiene discusión”; “¿Yo contra los empresarios? Estoy harto de ver empresarios que ponen plata para salvar a sus comunidades”. Y ante las cámaras de televisión los denosta: “El capitalismo debe revisar cosas porque cuando [en las empresas] tuvo más importancia el gerente financiero que el de producción, empezó a ser menos noble y más débil”. El despliegue de semejante repertorio de personajes dentro de un mismo ser proclama la posesión de un sinfín de rostros pretendidamente ciertos, aunque carentes de contenido veraz. “Si me escucharan hablar sobre la necesidad de tener solvencia fiscal, algunos dirían que soy muy conservador y si creen que por expropiar una empresa concursada soy socialista, bueno, pueden pensarlo, pero la verdad es que lo único que busco es resolver un problema económico”. De nuevo recurramos a Guzmán: “Sarasa”.

El sentir íntimo del Fernández suplente es el de un operador consumado y consumido en su naturaleza instrumental. En su mente los fines son medios y su “yo” siempre es “otro”, en atención a criterios de oportunidad o al mandato de alguien con más poder. En este último caso, al prestar anuencia a constituirse a imagen y semejanza de la fantasía de la Fernández al mando, el Capitán Beto garantiza su propio suplicio. Masoquismo agravado, en el caso bajo comentario, por la típica cuota de crueldad que el kirchnerismo les reserva a los subordinados “de otro palo”. La situación erigida alrededor del dolor exuda compatibilidad. Por definición, el masoquista se entiende a la perfección con el sádico. Ambos aprecian el padecimiento de manera complementaria. Curioso revés para el titular formal de un estado hiperpresidencialista. De así decidirlo, en un santiamén podría despedir a todos los funcionarios nombrados por la Vicepresidente con funciones ejecutivas permanentes, convocar a la oposición en pos de diagramar un gobierno de unidad para enfrentar la crisis y relegar a su creadora al limbo institucional donde languidecen desde siempre los vicepresidentes argentinos. En última instancia, no estaría haciendo otra cosa que honrar la provecta tradición peronista de traicionar a quien te llevó al poder.

Tradición de sucesiones y puñaladas. Genealogía de la traición

La lógica sucesoria hermana una vez más al PJ con los mitos griegos. Baste recordar que, para ascender al trono celeste, Cronos debió derrocar a su padre Urano, castrarlo y arrojarlo lejos de la tierra. Inesperada segunda nota de clasicismo en la genética justicialista. En el Ática y en el peronismo, a los predecesores les aguarda el ostracismo y la esterilidad. Lo primero comporta la desaparición del ancestro del escenario político. Lo segundo obra una doble medida de caución: evitar la ampliación de la prole de seguidores del deportado y convertir al nuevo credo ―y a punta de pistola― a sus antiguos seguidores. Hesíodo y Apold entendieron lo principal de la brutalidad: el exilio acompañado de la emasculación representa la muerte en vida del artífice del poder ajeno. A nivel inconsciente, alcanzar la madurez e independencia insume la cruenta tarea de matar la figura del padre. En paralelo y con fuerte impronta de los estudios antiguos, la explicación freudiana del parricidio simbólico transforma al asesino en sujeto autónomo, al conseguir desarrollar la aptitud para dictarse sus propias reglas. Por lo visto los ritos de pasaje a la adultez pejotista hunden sus raíces en lo más provecto de la antigüedad y el psicoanálisis. 

Desde que Perón encarcelara a Cipriano Reyes para absorber al laborismo, la traición devino doctrina. La ocurrencia de Vandor del “peronismo sin Perón” se inscribe en esta perdurable afición por motorizar las herencias políticas, corriendo del medio al inconveniente poseedor del patrimonio (al gremialista la picardía le terminó costando cinco reprimendas de plomo). El linaje de parricidios políticos enrostró trances complejos cuando la ultimación del progenitor caía por fuera de las chances ciertas de los hijos dilectos. Presurosos por tomar el control de la hijuela, la alternativa subóptima de la “juventud maravillosa” para sortear el escollo de un antecesor inamovible, consistió en moderar las expectativas y asesinar al hijo simbólico del padre invulnerable. Así Montoneros acribilló a Rucci, declarado por Perón “su hijo político”, para depositarlo como altanero testimonio de lealtad a la idea del justicialismo revolucionario. La genialidad de “poner un muerto sobre la mesa de negociación con el viejo”, acrisoló de manera definitiva el aparato represivo paraestatal fundado por el líder del movimiento. La colisión entre el programa armado de los adalides peronistas del socialismo nacional y la Triple A como epítome de la vocación legalista de Perón, aceleró la monstruosa espiral de terror estatal y contra-terror sedicioso que desembocó en el 24 de marzo de 1976.

El partido de los trabajadores experimentó vacilantes redefiniciones internas tras la recuperación democrática. No sin antes apadrinar la autoamnistía con el hoy silenciado “pacto militar-sindical”. Un entendimiento auspiciado por el gremialismo peronista con los genocidas, con el cual el justicialismo ansiaba volver al poder en 1983 (el peronismo ni siquiera acompañó el trabajo de la CONADEP). Tras la derrota frente a Alfonsín, incluso se ensayaron tenues intentos de modernización. Simulacros de pretendido tono institucionalista abortados antes de nacer. Piénsese en la quimérica propuesta de democracia sindical frente a los mandatos interminables de los secretarios generales de las agrupaciones de trabajadores, para dimensionar la magnitud del desajuste entre ideas y realidades del campo nacional y popular. Pero determinados rasgos conductuales jamás pasaron por el cuestionamiento del entredicho. Los hábitos hechos carne no se avienen a moderaciones. Mucho menos a claudicaciones. Duhalde, ungido como gobernador de la provincia de Buenos Aires, buscó desbancar a Menem. No lo logró. Pero las jornadas de diciembre de 2001, casualmente, le dieron la oportunidad que las urnas siempre le denegaron.

Cuando Kosteki y Santillán murieron a manos de la bonaerense, bajo conducción de Felipe Solá (el actual canciller de la nación, que no sabe hablar inglés), un designio duhaldista transformó en “Néstor”, al hasta entonces ignoto gobernador santacruceño Kirchner. Como pago por su súbita elevación a la cumbre del poder, el elegido destruyó la base de poder de su hacedor. Y acto seguido, jubiló de facto a su artífice. Un inquietante opinólogo que ocasionalmente balbucea comentarios premonitorios sobre riesgos de asonadas que luego ocurren. Tras sus explosivas declaraciones, Duhalde buscó eludir los dicterios recibidos por su ominosa predicción devaluando su propio juicio. Con arrepentimiento de geronte deteriorado, adujo haber padecido un comportamiento “psicótico” vinculado “con la pérdida momentánea de la mente que se desengancha de la realidad”. En la excusa anidaba el germen de una posterior invectiva personal. “Mi impresión es que el Presidente está grogui, como lo estuvo De la Rúa…”.

Se ve que, en ocasiones, un recordado segmento de la comedia francesa El Mentiroso (título en sintonía con el desempeño discursivo del presidente testimonial) adquiere validez en la peronósfera: “Los muertos que vos matáis, gozan de buena salud”.

Cristina alteró la habitualidad en la transmisión del poder. La desaparición física de su esposo y su propia personalidad laberíntica, distorsionaron hasta lo irreconocible lo que hasta ese entonces brillaba como una entrañable inclinación hacia la perfidia contra la figura paternal. Durante su deificación a “Cristina Eterna” (arcana ocurrencia de la hoy silenciosa Diana Conti) y a falta de una entidad concreta contra la cual rebelarse, entró en contradicción con ella misma y buscó fagocitar a su hijo electoral (lo que Cronos hacía con su descendencia para evitar sufrir el destino que él le había impuesto a su padre). En su intento de dar a luz y a la vez matar a su retoño político, dio rienda suelta a su inventiva en materia de campaña: nombró a Scioli como su sucesor, lo rodeó de “piantavotos” incondicionales como Zaninni y bregó con ahínco para deteriorar la imagen de su despreciado delfín. La desmesura de impulsar a La Morsa en la Provincia de Buenos Aires sancionó el desborde fatal. El inaudito programa de desprestigio oficialista emprendido contra su propio candidato, sazonado con la postulación de figuras urticantes, consiguió lo que el peronismo electoralmente no buscaba y provocó el más grave revés político sufrido por su espacio en el siglo XXI. La retahíla de decisiones incoherentes le costó al “movimiento” la doble derrota bonaerense y luego nacional.

De regreso a la vereda del sol en Balcarce al 50 y como integrante del linaje peronista, 2020 marcaría el momento del Capitán Beto de deshacerse de su gestora. Pero incluso para dar puñaladas arteras se requiere algún asomo de arrestos personales. El postrer comentario demanda aclaraciones. En los traidores el arrojo es hijo de la ambición. En los patriotas, la audacia nace de la entrega a una causa. El porvenir argentino necesita la estampa de políticos valientes comprometidos con la Nación. Hombres y mujeres de coraje preocupados por Argentina y no por su reelección. Borges celebró en una milonga inmortal el rasgo reclamado por la ciudadanía a sus representantes: “Siempre el coraje es mejor/ La esperanza nunca es vana/ Vaya pues esta milonga/ para Jacinto Chiclana”. Nuestro país bascula entre el clamor popular por el compromiso patriótico de la dirigencia política con la República y la canallada de una kleptocracia negligente dirigida por el legendario rencor de su líder (la Fernández que manda en serio). La desesperada situación actual linda con el precipicio del desgobierno. El zafarrancho cortoplacista de la política sarasa orquestada por el gobierno de científicos, engendra infiernos futuros de sombría arquitectura keynesiana. De continuar Argentina por la senda actual: “En el largo plazo estamos todos muertos”.

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