viernes 19 de abril de 2024
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Derechos humanos, dictadura y el eterno retorno

El 24 de marzo de 2017 la Argentina volvió a, digamos, 1971. El viernes en Plaza de Mayo se leyó: “En esta plaza recordamos las luchas en los ingenios azucareros, las Ligas Agrarias, el Cordobazo, el Rosariazo y las comisiones internas en las fábricas, el movimiento sindical, estudiantil y popular, la militancia en las organizaciones del Peronismo Revolucionario: UES, Montoneros, FAP, Sacerdotes por el Tercer Mundo y FAL; la tradición guevarista del PRT, Ejército Revolucionario del Pueblo; y las tradiciones socialistas y comunistas: Partido Comunista, Vanguardia Comunista, PCR y PST; y tantos espacios en los que miles de compañeras y compañeros lucharon por una Patria justa, libre y solidaria”.

El documento no remite tanto a 1976-83 sino a la dictadura de 1966-73. Aquellos tiempos en que la casi totalidad de la militancia política, sindical, estudiantil y barrial se unía para enfrentar a los militares. Tal convergencia era inevitable: el régimen había disuelto todos los partidos, prohibido la actividad política, reprimido todo acto de oposición, prohibido los libros, las películas, el disenso.

                El recuerdo conmueve. Efectivamente, en los años setenta se fue juntando todo lo que luchaba contra aquella dictadura: la izquierda, el peronismo, el radicalismo, los sacerdotes, las ligas agrarias, los socialistas… ¿Por qué se juntaban? Primero, porque eran pocos. Poquísimos. El golpe de 1966 fue recibido sin oposición. La disolución de los partidos se hizo sin resistencia. La implantación dictatorial osciló entre la indiferencia, el consentimiento y el aplauso. El tiempo parecía detenerse para un proyecto reaccionario, cavernícola.

                Hasta que el mundo estalló. En 1967 el fusilamiento sin juicio del Che Guevara conmocionó a las juventudes. Otra conmoción fue el Mayo Francés de 1968. Tres meses después, Chicago vivió días inéditos: miles de estudiantes norteamericanos con banderas de Vietnam del Norte y el Vietcong agitaron por primera vez en la historia los símbolos de los enemigos de Estados Unidos, aquellos contra los que combatían sus tropas. Simétricamente, los checos inventaban el socialismo con rostro humano. La misteriosa China de Mao vivía, al parecer, una cautivante Revolución Cultural Proletaria.

                Las sociedades cambiaban a todo trapo. Se revolucionaba la música, el arte, las costumbres. La píldora mutó las costumbres sexuales y disolvía la pacatería victoriana. El pasado parecía rendirse ante un futuro arrollador. El boom de la nueva literatura latinoamericana encabezada por los ignotos García Márquez y Vargas Llosa.

También la Argentina rebotó. Todo en poco tiempo. En marzo de 1968 –a dos años del golpe– nació la célebre CGT de los Argentinos. Ese mismo mes se fundó el Partido Revolucionario de los Trabajadores. Las Fuerzas Armadas Peronistas intentaron un foco guerrillero rural. En noviembre, se creó la Junta Coordinadora Nacional de la Juventud Radical. Nacía el Movimiento de Sacerdotes para el Tercer Mundo. Y el Partido Comunista sufría su peor sangría en medio siglo: una ancha franja rompió y creó el PCR. Todo se disolvía: desde la Iglesia hasta el PC, pasando por renovaciones profundas en el peronismo y la UCR.

En mayo de 1969 los estudiantes marcharon contra la suba de precios en el comedor de Corrientes. La policía mató un manifestante. Las marchas se multiplicaron como el rayo. Otro alumno muerto en Rosario. El 29 de mayo, el pueblo incendió Córdoba, puso en fuga a la policía, tomó la ciudad. El Ejército entró. Algunos de los oficiales lo recordarán con dolor: dirán que se sentían como si invasores ingleses reprimiendo a criollos en 1806-1807. 

Con el Cordobazo, muchos creyeron que el pueblo había decidido la vía armada. En 1970 nacieron las Fuerzas Armadas para la Liberación. En seguida debutó Montoneros. El PRT en su V Congreso definió que “la política se hace en lo fundamental armada”. Perón elogiaba a los guerrilleros.

                Atento, el general Alejandro Lanusse, símbolo del anti-peronismo militar, convocó a un Gran Acuerdo Nacional. Para evitar la radicalización, buscaba un acuerdo con el peronismo. El proceso electoral culminó con la victoria de Cámpora en marzo. Asumió el 25 de mayo del 73.

El inmenso crecimiento de la militancia, el prestigio de los luchadores anti-dictatoriales, la simpatía incluso hacia las guerrillas, dejaron de existir cuando regresó la democracia. Una cosa era luchar contra una dictadura que amenazaba perpetuarse –además de fracasar tanto en su reforma económica como en su proyecto político– y otra, muy distinta, enfrentar gobiernos legítimos, consagrados por la soberanía popular.

El PRT no comprendió que todo había cambiado. Siguió en guerra contra las Fuerzas Armadas. Montoneros se distanció de Perón. Volvería a tomar las armas poco después de la muerte del caudillo. La guerrilla ayudó a desestabilizar el mal gobierno de Isabel.

Ante la pérdida de presencia y de influencia sobre anchas franjas, creyó que el golpe militar le devolvería prestigio y popularidad. Reproduciría las condiciones en las cuales la Tendencia Revolucionaria del peronismo había crecido, imponente, entre 1970 y 1973.

Pero no fue lo mismo. Hubo represión salvaje. Y esta vez, nadie aplaudió ni acompañó a los restos de las guerrillas, que se fueron desangrando sin remedio ni respaldo.

2017 no es 1972

                El historiador de las religiones Mircea Elíade describe cómo estas veneran un momento fundacional. El instante esplendoroso e irrepetible de la creación. Los ritos, consigna Elíade, intentan reproducir en el presente aquel pasado mítico. Mientras mayor semejanza logre, más cercanía con aquel instante sin igual.

                Ya los antiguos griegos marcaban épocas de la humanidad. La Edad de Oro, aquella en que los hombres vivían como dioses, sin dolores ni trabajos (véase la semejanza con el paraíso monoteísta) desapareció para ser seguida de épocas menos venturosos. La Edad de Plata, la de Bronce, la de Hierro fueron alumbrando –con enfoques diversos por autores griegos y latinos– razas cada vez más alejadas de aquel momento fundacional. Más imperfectas.

                El documento leído el 24 de marzo intenta volver a la Edad de Oro. Para imaginar un futuro venturoso, debe reproducir el pasado idealizado. Convencerse que gobierna una dictadura, única forma de legalizar la resistencia y volver a crecer hacia la tierra prometida.

Pero no vivimos en 1972. Tampoco 1976. Sin contar que el 24 de marzo desde 1976 no hubo revival alguno de la revolución. No fue allí donde crecieron las organizaciones porque la brutalidad represiva se sumó al desprestigio de la violencia por haber sido llevada contra un gobierno constitucional. No hubo rebote en 1976-1983.

                La administración Macri merece muchas objeciones, pero respeta el pluralismo y el espíritu de convivencia más que su antecesora. Fue elegida por cuatro años. Y la reiteración de críticas parece obedecer a un rosario religioso. Como si repetir las palabras y consignas de tiempos idos fuera capaz de cambiar la realidad y convertir a Macri en Onganía o Videla.

                Es lo que intenta Luche y vuelve, que repite con la vieja melodía Horacio González. Aquella consigna de 1972 (debutó en un acto en Nueva Chicago) trasplantada a 2017. Falta de imaginación y anacronismo viviente. “El corazón del problema es siempre el mismo”, agrega González, sin inmutarse luego de escribir “somos una verdad que es solo nuestra”. Acá acierta: no es una verdad.

                La canción no desentona porque sea vieja. Desentona porque hay otro país, otras gentes, otros problemas. Poco queda del mundo de los primeros setenta. La cantilena parece otra: ¡Qué lástima que Lanusse convocó a elecciones!  Evitó la revolución…

Los 30.000 desparecidos

                En algún argumento clave, sin embargo, los organismos aciertan. Cuando dicen “Nadie, y menos desde el Estado, puede poner en duda que ¡Son 30.000!”.

¿Se trata acaso de aritmética? De ningún modo. Es el grito de la Argentina desgarrada que no lograba ser escuchada. Esa Argentina gritó muchas cosas. Inaudible. Hasta que pegó con los treinta mil. El equivalente –aunque el rango sea diverso– al genocidio armenio por los turcos, a la Shoá hitleriana contra los judíos.

Nadie se atreve hoy a poner en duda tales cifras. No porque sea exacta. Es obvio que una cifra redonda es casi imposible. Se trata de algo conceptual, de una bandera que envuelve a las víctimas y condena a los verdugos. Una bandera que, de ser arriada, lesionaría definitivamente la causa que cobija. Acaso cuando el tiempo pase y las heridas comiencen a cicatrizar puedan llegar investigaciones asépticas. Hoy no.

Turquía sigue negando hoy –salvo intelectuales críticos como el Premio Nobel Orhan Pamuk– la atroz masacre perpetrada contra sus ciudadanos de origen armenio. Las voces que cuestionaron los seis millones de judíos asesinados encubre a negacionistas y antisemitas.

¿Qué pasaría si la Argentina dijera que fueron, digamos, 9.543 –u 11.124– los desaparecidos? La primera reacción, en los sectores mayoritarios no politizados sería disminuir el horror. Muchos pensarían que los militares del Proceso serían un 70% menos responsables. A esa conclusión llegarían, sospecho, muchas personas corrientes, la poco politizada, los jóvenes que no lo vivieron.

Vendría entonces el segundo round. Round que, si se recorre el espinel de redes sociales y medios conservadores, ya está en marcha. Empezará con “Ya se demostró que mentían con los números. Ahora veamos como mintieron con los hechos”. Y seguirá hasta terminar justificando el accionar militar “que nos salvó de la subversión”, que evitó un Estado comunista”, etcétera. Una demolición simbólica.

Lo vio clarito la revista Humor del inolvidable Andrés Cascioli cuando Menem decretó los indultos a los asesinos. Primero la exculpación, luego querrán el monumento a Videla.

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