jueves 25 de abril de 2024
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El arte y la realidad política: la Bienal Whitney en la era Trump

El nuevo Museo Whitney crece en medio de unas calles empedradas que mantienen el estado en que las dejaron el paso de carros y camiones repartidores y acopiadores de carne. Allí, más precisamente en el 99 de Gansevoort, un edificio de seis pisos de galerías enormes y despojadas, cuatro terrazas, biblioteca, sala de conferencias y una cafetería, guardan la colección de arte norteamericano más extensa, despareja y potente que se puede ver en todo el mundo. Cuando se inauguró la nueva sede diseñada por Renzo Piano, en mayo de 2015, los críticos vaticinaban un resurgir del museo gracias a una relación más coherente entre espacio, propuesta y perspectiva curatorial. Los presagios se hicieron realidad y el Whitney, y sobre todo sus bienales, se convirtieron en uno de los centros argumentativos de la relación del arte con la sociedad política americana.

Con este marco, se advierte indudablemente un camino de incertidumbre política entre la bienal del año 2017 y la de este año. Lo que en la anterior era el reflejo de un miedo informe por lo que pudiera venir, en este caso se define como un temor absoluto que necesita de una resistencia que no tiene color, ni densidad ni forma real, pero que se percibe como necesaria y urgente.

Esta versión 2019 de la Bienal del Whitney, la número 79 en su historia (hasta 1970 la exhibición era anual), es la exposición que muestra el modo de relacionamiento del mundo del arte con la realidad política americana bajo la administración Trump.

Las curadoras Jane Panetta y Rujeko Hockley armaron un guión subterráneo pero muy claro en el que se destacan la recuperación de lo material frente a la virtualidad y la gramática de resistencia sociopolítica. La forma de selección fue estrictamente personal, una verdadera curaduría de artistas, que se llevó adelante mediante un proceso de visitas a estudios y charlas prolongadas con los creadores. La intención curatorial, manifiesta en alguno de los textos que acompañan la exposición, es presentar una idea abierta, inconclusa y esperanzadora del futuro bajo una lectura del presente. La expresa renuncia a ponerle un título a la Bienal y la posibilidad abierta a artistas de diferentes nacionalidades –algo inusual en este encuentro– y grupos sociales amplifica la idea y el discurso inclusivo.

La carga de politicidad de la bienal es afortunadamente menos ostensible que las reacciones públicas que antecedieron su apertura. Algunos movimientos sociales se unieron al reclamo de los artistas originarios canadienses que participan de la muestra para pedir la salida de Warren Kanders de la junta del museo. Kanders, se descubrió, es el dueño de una empresa que fabrica gases lacrimógenos que son utilizados para reprimir a los indígenas y a los manifestantes de la frontera con México. La inauguración de la Bienal estuvo marcada por esta tensión, pero el resultado visual de la exposición logra, como escribe Evan Moffitt en la revista Frieze, una crítica reflexiva de la injusticia de nuestros tiempos, en lugar de una protesta absoluta.

La muestra navega, en términos generales, por una suerte de excelencia sin sorpresas. Las obras que se incluyen son indiscutibles y los cuidados curatoriales han minimizado los riesgos, pero tal vez por eso mismo, no hay casi nada que conmueva especialmente. El discurso un poco monótono y una resolución casi decorativa pone a esta versión de la bienal a la espera de mayores espacios de originalidad.

Sin embargo, hay algunas obras que merecen un destaque.

A mitad de camino entre la escultura, la instalación y la intervención pictórica, las 9 piezas suspendidas de Ragen Moss crean un clima magnético que no deja de lado una breve sensación de opresión y, al mismo tiempo, intenta la reinscripción de la idea de espacio y de lenguaje. La artista maneja brutalmente las diferencias entre la opacidad, la luz y la transparencia que le permite el material, y utiliza la forma homínida de sus torsos para enmarcar una escena que se completa con las vías en el suelo y con las sombras proyectadas sobre la pared de la sala. Moss, que es también escritora y abogada, usa cierta textualidad especializada para darle a su obra un tono conceptual que juega muy bien con el resultado estético. El trabajo que está mostrando en la Bienal Whitney tiene continuidad, aunque aparece como un tanto menos experimental frente a sus últimas exposiciones individuales, sobre todo la de la particular galería Ramiken Crucible de Nueva York.

También son interesantes las obras de la egipcia Iman Issa y la estadounidense Simone Leigh. En ambos casos al resultado estético se le debe adicionar un componente conceptual y hasta de activismo. En Heritage Studies, la serie que Issa presenta en la Bienal, el trabajo es más interno y la reflexión recorre a los museos, sus prácticas, sus normas y convenciones. Las obras de esta artista están hechas con objetos recolectados en las inmediaciones de museos etnográficos y arqueológicos de distintos lugares del mundo, que la artista ha transformado con pintura y mediante la incorporación de piezas metálicas. Esta resiginificación del material propone un verdadero ejercicio patrimonial, en el que los objetos y los textos que los acompañan terminan armando una suerte de collage que da sentido a la obra.

La obra de Leigh, por el contrario, dialoga con el mundo social y lo interroga. Las figuras femeninas de la artista, ya convertidas en un clásico, son fuertes y al mismo tiempo dúctiles. Usando como base el arte egipcio y combninándolo con otros materiales, soportes y métodos de trabajo, el universo de activismo feminista negro de Leigh se propone poner en discusión las nociones establecidas acerca del cuerpo femenino y sus roles en la sociedad. Artista ya consagrada, en estos días tiene una sala exclusivamente dedicada a su obra en el Museo Guggenheim.

Las obras de los 75 artistas que integran la bienal toman los enormes espacios de las salas y de las terrazas. Solo una se encuentra emplazada en algo parecido a una sala propia y queda destacada del resto. “National Times”, de la artista argentina Agustina Woodgate, es una obra polisémica. En primer lugar se trata de un trabajo de manufactura y realización técnica. Se necesitó un equipo de más de diez personas durante algunas semanas para montarla y es una obra viva, de algún modo inconclusa. Se trata de uno de esos trabajos en el que la belleza reside, también, en lo conceptual y analítico. La mirada inicial inquieta. 40 relojes idénticos, dispuestos prolijamente en una línea no demasiado lejos de los ojos del espectador sobre el fondo de una pared blanquísima. Del mismo color, unas cañerías sugieren una interacción entre los relojes que no queda del todo clara en un principio. La sensación de inquietud tarda en descifrarse y responde a dos factores. En primer lugar al desciframiento del mecanismo, ¿Qué hacen esos relojes allí indudablemente conectados entre sí? El otro factor es la sensación de familiaridad. Los relojes de la obra de Woodgate son los relojes institucionales de cualquier lugar del mundo. Relojes que marcan el tiempo en hospitales, en fábricas, en escuelas, en regimientos y en cárceles. La obra provoca una sensación de agobio reconocido que se convierte en toda una gramática de la institucionalización y de la relación entre esas representaciones institucionales y las experiencias biográficas intransferibles de cada espectador. “National Times” es, en realidad, un circuito cerrado de relojería. Opera bajo la forma de reloj maestro/reloj esclavo sosteniendo en red la posibilidad de sincronización que requieren instituciones rígidas, necesitadas de un orden estricto y vigilantes además del tiempo, del trabajo, y del esfuerzo del otro. El reloj maestro se mantiene activo con la red eléctrica del edificio. que se encuentra a su vez en línea con el reloj que establece la hora oficial de los Estados Unidos. Todo se basa en un proceso de normalización y la impecable metáfora política de Woodgate funciona sin estridencias pero también sin vacilaciones. Los relojes esclavos lo son porque carecen de autonomía, no deciden, no resuelven su energía a su favor y dependen del maestro para la sobrevivencia.

Para completar el ciclo, la artista colocó papeles de lija en las agujas minuteras de los esclavos. Mientras avanza el tiempo marcado por el maestro, el esclavo hace una tarea invisible que modifica el ambiente y a sí mismo. No se sabe cómo terminará la obra de Woodgate cuando alguien decida cortar el flujo eléctrico, pero lo que sí se sabe es que terminará distinta de lo que empezó, lo que propone una suerte de performance de objetos, marcada por la indeterminación.

La lija en las manecillas es una reinscripción de la obsesividad de la autora con la dilución del tiempo y los territorios. En anteriores exposiciones, tal el caso de Cosmética en la Galería Spinello de Miami, el trabajo de lijado de globos terráqueos, planisferios y mapas ya había creado un universo de texturas y de color singularmente interesantes. La fricción, que el filósofo italiano Aldo Gargani vio como causante innegable del pensamiento, aparece en el trabajo de Woodgate como la posibilidad de mostrar alternativas para mirar el mundo.

La Bienal del Whitney Museum está abierta hasta el 22 de septiembre. Entrada: US$ 25. Menores de 18, gratis.

Publicado en Revista Ñ el 24 de julio de 2019.

Link https://www.clarin.com/revista-enie/arte/whitney-bienal-trump-arte-agustina-woodgate_0_TI4hVyILD.html

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