viernes 26 de abril de 2024
spot_img

África mía

A fines del año pasado, desde el Foro de Cooperación China y África, el gigante asiático firmó un tratado por el cual desembolsará unos 60.000 millones de dólares en tres años. Los jefes de Estado africanos, raleados en la consideración de las organizaciones occidentales –el propio Donald Trump trató a esos países de “agujeros de mierda”, junto a Haití y El Salvador– disfrutaron de la hospitalidad china y firmaron compromisos de desarrollo mutuo en base a principios igualitarios.

África y China comparten el doloroso pasado de colonialismo europeo y su actual relación viene de antaño. Pekín fue la primera en reconocer a los gobiernos de liberación de mediados del siglo pasado y África ayudó a que Pekín relevara a Taipei en el asiento chino de la ONU. Hoy, Pekín es el principal socio económico de África y esa sociedad crece a pasos agigantados. La relación que los une es similar a la relación centro periferia desarrollada por Raúl Prebisch en el siglo pasado: China provee el capital y la tecnología, África provee materias primas, mano de obra y mercado para sus manufacturas. Tal es así, que el 12 por ciento de la producción industrial africana está gestionada por las 10.000 empresas chinas asentadas en el continente y el intercambio comercial supera los 150.000 millones de dólares.

Los capitales chinos –y sus empresas– fluyen para construir la infraestructura de la economía africana, construyendo centrales eléctricas, rutas, hospitales y escuelas que marcan una presencia que un “olvidadizo” Occidente tilda de neocolonialismo.

“La inversión de China en África no viene con condiciones políticas”, declaró Xi Jinping ante sus socios africanos. “No interferiremos en la política interna de los países ni exigiremos demandas que la gente piense que son difíciles de cumplir”, recalcó, marcando la diferencia del financiamiento chino del Occidental, muchas veces “convoyado” por condiciones de democratización, respeto a los derechos humanos y otras aristas políticas, de escaso eco en gobiernos poco afectos a las prácticas liberales. China sólo hace negocios y no se inmiscuye en los asuntos políticos y de corrupción que azotan a los países de ese continente.

Obviamente que Pekín no hace beneficencia y muchos analistas advierten que pese a las condiciones ventajosas de la ayuda económica el repago de las deudas es una incógnita. Los países africanos beneficiarios ya tienen una deuda acumulada de 100.000 millones de dólares con China. Según datos del Proyecto de Investigación China-África, que se dedica a estudiar las relaciones entre las dos partes, el 72 por ciento de la deuda bilateral de Kenia es con China, una situación de dependencia que también tienen países como Zambia, la República del Congo o Yibuti, un pequeño país ubicado en el cuerno de África que con una deuda externa del 85 por ciento de su PBI ha permitido a China establecer en su territorio su primera base militar en suelo extranjero, a sólo pocos kilómetros de las bases de los EE.UU., Italia, Francia y Japón. Ocurre que por el estrecho que domina Yibuti pasa el 25 por ciento del tráfico marítimo mundial.

En Sri Lanka, el nuevo gobierno de Ranil Wickremasinghe concesionó durante 99 años a China uno de sus puertos estratégicos, al no poder devolver el dinero de unos créditos que en su día fueron la tabla de salvación de un gobierno irresponsable y desesperado. China desembolsará 1100 millones de dólares para asegurarse un puerto clave en su estratégica “Ruta de la seda” que pasa por la antigua Ceilán.

Los compromisos más importantes que se han firmado con Sudáfrica, cuyas ruinosas empresas públicas recibirán el oxígeno financiero de Pekín para sobrevivir, están signados por la confidencialidad. La nula transparencia, que es común en las operaciones comerciales chinas en África –y otras latitudes en desarrollo como la base China en Neuquén– despiertan sospechas sobre las condiciones de los préstamos, y hace temer que algunos dirigentes hayan hipotecado sus países a cambio de acceder al dinero rápido que necesitan para sostenerse en el poder.

La clave de la ayuda de China reside en no plantear condiciones más allá de los negocios. Pekín hace una oferta clara y sencilla: está dispuesto a hacer importantes inversiones en el Estado que deje, a cambio, explotar durante décadas yacimientos del recurso que le interese.

La estrategia global de China, con sus ejes periféricos, es ambiciosa pero ambigua, perfectamente en línea con el patrón tradicional chino: “Oculta nuestras capacidades y espera nuestro tiempo”.

spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

Jesús Rodríguez

La recesión democrática

Alejandro Garvie

Crecen las posibilidades para un segundo mandato de Joe Biden

Alejandro Einstoss

Ley Bases: Privatizaciones, un acto más del péndulo entre el Estado y lo privado