viernes 26 de abril de 2024
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Auschwitz: la gran fábrica

Los grandes campos nazis eran enormes fábricas de producción para la guerra. En Polonia, el 27 de enero de 1945, los soldados soviéticos liberaron la fábrica/cárcel de Auschwitz-Birkenau. Las más de dos millones de personas muertas en ella, ingresadas por ser judías, homosexuales, gitanos o cualquier clase de otredad amenazante de la pureza aria, fueron mano de obra esclava como nunca se vio en la historia de la humanidad.

Porque la esclavitud como régimen histórico contemplaba la manutención del esclavo por parte del amo, hasta que el trabajo asalariado probó ser más eficiente bajo el régimen capitalista. En cambio, para el nazismo, el esclavo era una mano de obra elástica que se desechaba cuando llegaba a la inanición, puesto que de toda Europa convergían trenes cargados de obreros nuevos, día tras día. Por eso las fotos inmediatas a la liberación muestran a personas en avanzado estado de desnutrición –la mayoría de ellas murieron al poco tiempo–, o pilas de cadáveres no muy diferentes a esqueletos yaciendo como monumentos a la barbarie que deberían avergonzar aún hoy a la humanidad toda.

Por eso, cuando los 27 de enero de cada año se rinde homenaje a las víctimas del nazismo, no debería perderse de vista que además de conmemorar la lucha contra la aniquilación del Otro por razones religiosas, de género, de raza, o política, todo ese colectivo fue víctima – sin distinciones – del estadio máximo de la explotación, de la desigualdad más extrema que haya vivido el ser humano en toda su Historia.

La arcada de entrada de Auschwitz, que aún se conserva, reza en forma más que macabra: Arbeit macht fre (el trabajo libera), puesto que los nazis imponían trabajos forzados para “reformar” a los prisioneros –lo hacían con los judíos desde antes de la guerra– que fueron aprovechados por las fábricas de armas de Krupp, IG Farben y muchas otras que hoy siguen en actividad.

Oswald Pohl, mano derecha del jefe de las SS Heinrich Himmler, fue director general de la maquinaria burocrática que comandó el holding de empresas que funcionaban en los campos –o en empresas cercanas a ellos por los que abonaban una suma al régimen–, incautando fábricas en los países ocupados y colmándolos de mano de obra esclava para su explotación hasta el exterminio. Los que llegaban a las cámaras de gas eran los no aptos para la explotación: revoltosos, enfermos, discapacitados, niños y ancianos. La vida útil de un häftlinge o prisionero estaba calculada entre seis y nueve meses, a razón de doce horas diarias de labor extenuante.

El esclavo se convertía en una cosa, un despojo que era empleado en trabajos de minería, producción, construcción de infraestructura y mantenimiento de las fábricas y de los propios campos, siempre entrando o saliendo de las barracas en filas de a cinco, bajo las órdenes del capo y del vorabeiter (capataz).

En este paroxismo del capitalismo, los propios cadáveres de los muertos por explotación –o por no ser susceptibles de ella– eran “reciclados”, utilizado sus cabellos para rellenar colchones y sus magros despojos para fabricar jabón. La maximización de la mano de obra llevada al límite, el paraíso de la flexibilización laboral.

Hoy, Europa vive momentos de zozobra similares a los previos a este desastre, a este verdadero “pecado original” del hombre moderno. La fragmentación que proponen los nacionalismos, con su odio al inmigrante –las nuevas otredades– el surgimiento de líderes oportunistas y populistas, y la defección de líderes proeuropeos, están haciendo peligrar la UE, el resultado de los acuerdos de posguerra.

El manifiesto “Europa en llamas”, publicado en este portal da cuenta de lo dramático de la hora. El movimiento de pinzas está en marcha: los populismos socavan los acuerdos de convivencia y el capitalismo rentístico reclama “mejores condiciones” para bendecir con sus ingentes fondos alguna zona del mundo, a la que dejan en la miseria con la misma velocidad.

Claro que no sólo en Europa se cuecen habas. En nuestra América ya hay signos más que elocuentes de ese mismo atenazamiento que cíclicamente se cierne sobre nosotros.

 

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