martes 23 de abril de 2024
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Desigualdad y violencia

La desigualdad distributiva en las naciones es una constante en el capitalismo desde la segunda posguerra, haciendo de la dupla con la democracia una relación conflictiva, en tanto están en crisis los elementos que Claus Offe consideraba principios mediadores entre ambos: el Estado de Bienestar y los partidos políticos.

Tanto en países desarrollados como en vías de serlo, la desigualdad es una tendencia en ascenso, con sus matices y explicaciones varias. El historiador austríaco Walter Scheidel, profesor de Historia Antigua en Stanford, California, sostiene en su libro “El Gran Nivelador” que solo los grandes cataclismos naturales o provocados por el hombre ponen fin a estos períodos de inequidades.

En una suerte de protagonismo de la violencia, del modo en que el marxismo tomaba a la misma como “partera de la historia”, Schiedel se remonta a 6000 años antes de cristo, en un esfuerzo enorme de argumentación con datos recopilados, hasta la modernidad, para señalar cómo los períodos de estabilidad de las sociedades aumentan la desigualdad hasta que una guerra o cataclismo “recompone” la situación.

En el período posterior al caos verifica que la igualdad es mayor. Por caso, después de la Segunda Guerra Mundial o una revolución, el colapso del Estado –podríamos pensar en la crisis argentina del 2001– o una pandemia, “la brecha entre los que tienen y los que no tienen se ha reducido, a veces dramáticamente. Desgraciadamente, el efecto fue invariablemente de corta duración, y la restauración de la estabilidad inició un nuevo período de creciente desigualdad”, dice el austríaco, argumentando que esa guerra redujo la desigualdad al destruir activos que pertenecían desproporcionadamente a los ricos, como propiedades muebles e inmuebles. Scheidel, señala que la cuarta parte del capital físico de Japón fue eliminada durante la guerra, incluidas las cuatro quintas partes de todos sus buques mercantes y hasta la mitad de sus plantas químicas. Francia, que estaba del lado de los vencedores perdió dos tercios de su capital social. Los ricos de ambos bandos redujeron su riqueza en relación al resto de la población.

El esfuerzo bélico de la guerra total involucró a las sociedades enteras, en el frente o en la retaguardia, por lo que luego de las acciones bélicas tanto los veteranos como los ciudadanos se sentían con derecho a compartir la riqueza creada a través de la reconstrucción. Y esos derechos se extendieron de forma efectiva. En Francia, Italia y Japón se instauró el sufragio universal, entre 1944 y 1946. El esfuerzo de guerra también estimuló la formación de sindicatos, lo que mantuvo a raya la creciente desigualdad al otorgar a los trabajadores un poder de negociación colectiva y al presionar a los gobiernos para que adoptaran políticas pro-laborales, dando lugar al Estado de Bienestar que Offe coloca como mediador entre capitalismo y democracia. Para Scheidel, la guerra total –que involucró a toda la sociedad y sus recursos– contribuyó a la nivelación económica masiva de la posguerra inmediata.

Scheidel sostiene que el proceso democrático, per se, tampoco garantiza la reducción de la desigualdad y muestra la contradicción de que los pobres generalmente no se unen en torno a los líderes que persiguen políticas igualitarias y sostiene que tanto los populistas de derecha como los de izquierda soslayan el problema central endilgando a determinados grupos o “enemigos” las culpas de la desigualdad. Huelga decir que, a pesar de ser mayoría, los esfuerzos de organización son mucho más difíciles para los pobres que para un reducido número de ricos.

El capitalismo es un gran medio para hacer que los pobres sean menos pobres, pero también continúa enriqueciendo a los ricos, sostiene Scheidel que se ocupa más de la desigualdad en una nación que en el conjunto de ellas. En este último caso se verifica que la desigualdad global se ha reducido drásticamente desde la Segunda Guerra Mundial, a pesar del fenómeno de concentración de la riqueza en cada país.

Los países en vías de desarrollo han crecido más que los desarrollados, en gran parte gracias a la caída de las barreras comerciales en el mundo desarrollado. Hasta 1975, la mitad de la población del planeta vivía por debajo de la línea de pobreza. Esa proporción ahora ha caído al diez por ciento, según datos del Banco Mundial.

Será un desafío para las democracias sociales de Europa continental mantener y ajustar el Estado de Bienestar – o lo que queda de él – para detener la creciente ola de desigualdad, que puede crecer a medida que la globalización en curso y las transformaciones demográficas sin precedentes aumentan la presión. “Es dudoso que logren mantener la línea: la desigualdad se ha incrementado en todas partes, una tendencia que, sin lugar a dudas, va en contra del status quo. Y si la estabilización de las distribuciones existentes de ingresos y riqueza será cada vez más difícil de lograr, cualquier intento de hacerlas más equitativas necesariamente enfrenta obstáculos aún mayores”, sostiene Scheidel.

Mientras tanto, esa violencia que derribaría el orden inequitativo, es empleada por los que quieren mantener el orden. Los discursos xenófobos y antiigualitarios en general prenden en poblaciones asustadas que votan a Bolsonaros a Dutertes –claros productos de la debacle de los partidos políticos– líderes que alientan y justifican el uso de la violencia doméstica y sobre todo la violencia institucional de las fuerzas de seguridad. La política pública y las bases económicas van por un carril que no figura en los debates públicos o en el interés de los votantes, a no ser las consecuencias que sufren por no discutirlas o no considerarlas a la hora de emitir su voto.

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