miércoles 24 de abril de 2024
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Carlos Gorostiza

Durante los tres o cuatro años últimos de su vida tuve el privilegio de ser discípulo, hijo natural, amigo personal o interlocutor válido de Carlos Gorostiza. Por qué se dio así, cuáles fueron las causas de tanta aproximación y cariño, no lo sé. Es como cuando uno se hace amigo de alguien. ¿Qué factores se ponen en juego ?, ¿La identificación?, ¿La confianza en el otro?, ¿La idealización del otro?

Intento encontrar los orígenes de nuestra amistad en cenas en la casa de Magdalena Ruiz Guiñazú, encuentros maravillosos de gente interesante e inquieta ante la vida y los acontecimientos políticos y económicos. que cada día se precipitan más aceleradamente. Y donde también se habla de nosotros, de nuestras emociones o de los libros y el arte que sentimos cerca.

Magdalena viene a ser algo parecido a esas mujeres que manejaban los salones de la Ilustración, en Francia, en el siglo XVIII o que invitaban a escritores y músicos para ir registrando los grandes cambios en el arte a lo largo del siglo XIX. Esa es una virtud que Magdalena, en su humildad, no quiere reconocer.

En esas cenas comenzaron mis diálogos con Gorostiza, a quien admiraba. Pero él me dio un lugar en su vida y me jerarquizó. Le mandaba por mail las notas que escribía en distintos medios y conseguía una réplica inmediata: “me gusta”, “no estoy de acuerdo”, “creo que te quedás corto”. Le regalaba algunos de mis últimos libros. Me daba ideas. Me comentaba sus preocupaciones sobre la realidad.

Estoy casi convencido que leyó algunos de mis libros y que algún otro le impresionó, pero no se dejó llevar por el tema porque lo entristecía, especialmente el de los genocidios en el siglo XX.

Viví con un gran placer que Carlos no escatimara mostrarme los episodios principales de su vida, los ojos abiertos en su niñez, la descripción de los barrios donde transitaba en su juventud, el alcance y la geografía donde disputaba sus picaditos de fútbol, ese Buenos Aires que cambió el rostro que fue ganado por los altos edificios y los cambios de hábito, y los ruidos y las multitudes. Esa síntesis de acontecimientos que él reflejó constantemente en sus obras de teatro y literarias, pero desde una pluma y una mirada comprometida y punzante.

Siempre, en cada cuestión importante que abordábamos, saltaba la experiencia que adquirió en su paso por el Secretaría de Cultura, sus satisfacciones pero también la burocracia que lo abrumaba, las paredes o las puertas que no podía atravesar. Y su eterno cariño y respeto por la figura y la representatividad del presidente Raúl Ricardo Alfonsín.

En todo momento asomaba en la obra de Carlos la figura de su padre, el mentado aviador que desplegaba los slogans publicitarios que se había ido, que le había dado la espalda a la familia, a su madre, a su hermano y a él. Aunque antes de hacerlo los llevó a los conocer el mundo vasco, al abuelo de Carlos, el intendente de un pueblo en lo alto de la montaña. Y el fantasma de su madre, abatida, religiosa respetuosa. Carlos conservó el misal de su madre como un bien preciado hasta el final. No era para él una reliquia, era parte inexorable de su vida. Estaba siempre en su mesa de trabajo, junto con sus pipas usadas en otros tiempos.

Sostengo, sin largo análisis, que su larga vida se la debe no sólo a sus tozudos genes vascos sino al cuidado esmerado y afectuoso de su mujer, Teresa Escalante, que estaba pendiente de todo lo que el necesitara, Era también una crítica severa de sus equivocaciones. Teresa lo cuidaba, lo guiaba, participaba de su humor. Forjaban un binomio de
carcajadas con ganas.

El humor de Carlos era constante, alegre, para nada mañoso ni agresivo. Era un humor limpio e inteligente. A cada momento, en cualquier circunstancia en su vida familiar y amistosa. Por ejemplo, cuando en una mesa grande y poblada no escuchaban su reclamo para tomar la palabra (tenía una voz tenue, no borrascosa) el apelaba al humor: así que pegaba tiros imaginarios al techo: “Pum, Pum”, mientras trataba de gritar. Y juro que lograba audiencia y atención de los que estábamos cerca.

¿Pero que tenía que hacer un hombre de 90 y pico siempre bien conservados, bien parado sobre la tierra, con la mirada siempre atenta, observador perspicaz con un periodista al que le llevaba veinte años y pico?, ¿Enseñarle?, ¿Compartir experiencias?, ¿Tener un testigo de sus éxitos y fracasos?, ¿Ubicarlo como referente?

El eligió para nosotros la amistad franca, decidida. Y hasta hermanada en la observación de las idas y venidas en el país, en la democracia, en las derrotas y en las victorias y en los vaivenes inauditos que viene experimentando el mundo.

Carlos era más escéptico que yo. Tres meses antes de morir me dijo sin vueltas que el temía en una guerra mundial tal como estaban las cosas. No era un hombre catastrofista, ni pesimista, pero buscaba la justeza, la serenidad del juicio emitido. Le contesté que todavía no veía las fuerzas que pudieran chocar hasta el desastre. El insistió. Antes que Trump ganara las elecciones en Estados Unidos. Yo preferí callar.

Debo reconocer en eso que Carlos era hombre de tenerle fe a sus intuiciones. Simplemente porque devoraba los diarios, escuchaba las noticias, estaba más al tanto de las cosas que yo, que soy periodista, oficio donde las novedades no se me pueden escapar.

Me asombró cuando me dijo que se proponía encarar un nuevo libro del cual, antes de empezar, ya tenía el título: De Narciso a las selfies. Fui testigo de su entusiasmo casi adolescente por darle forma y terminarlo. Cada día sentía un logro. Ya era un hombre de 96 años, entero, pero quizás más frágil de lo que él creía. Carlos nunca me planteó miedo ante la muerte. No hablaba de la muerte y si lo hizo, alguna vez, utilizó ironías.

Con la mente lúcida y con una rapidez admirable contestaba toda pregunta, aclaraba toda duda. Sin duda, yo estaba asombrado. Porque conozco el esfuerzo de escribir, el método certero, la propuesta del comienzo siempre en la mira y los cambios que son imprescindibles hasta completar un texto literario.

Tuve el honor de recibir una de las primeras copias de Narciso y las Selfies y me pidió opinión con urgencia, como si supiera que esa sería su último trabajo creador. Se la di, pero al no ser ni opinión escrita, sino verbal, no me entendió o no me quiso entender, o lo dije incorrectamente. Le había dicho que tal vez resultara un libro de difícil lectura si no le hacía algunos cambios. Por lo que supe después, lanzó su obra a las manos del lector tal como le gustaba a él.

Quedé impactado de la forma en que un hombre de 96 tocaba un tema tan filosófico, tan abarcador, un muestrario de nuestro tiempo líquido como diría Zygmund Bauman, tan carente de humanismo. Eso plantea la capacidad de asombro constante en Gorostiza y su manera de darle vueltas a una especie de enfermedad colectiva: el narcisismo en nuestro tiempo.

Poco a poco le fui presentando a mis amigos queridos. El primero fue Jaime Mandelman, hombre amante del teatro Con Jaime aumentó el regocijo de Carlos porque ya tenía enfrente un experimentado en la escena. En las tantas conversaciones que tuvimos los tres repasamos la trayectoria de Carlos, capturamos sus juicios sobre ciertas obras y sus resultados. Estuvo siempre vigente en esos diálogos la historia del teatro argentino de la segunda mitad del siglo XX. Carlos eligió la condecoración que se merecía. La de haber puesto en marcha, en tiempos de la Dictadura, “Teatro Abierto”.

El próximo paso fue presentarle a la “barra”, los amigos que solemos almorzar, salir o vernos hace veinticinco años. Allí estaban Lito, Cholo, Tito, Alberto, Samuel, Jaime y yo. Lo vimos a Carlos muy feliz en cada encuentro de la “Barra”. Inteligentemente los muchachos, algunos de los cuales saben mucho de teatro, no lo trataban como un prócer sino como un amigo. Le hicieron recordar a Carlos innumerables anécdotas y personajes. Anécdotas jugosas de gente que ya no vivía. Los mismos que generaron la gran creación en la literatura y el teatro argentino.

Allí estaba Carlos en los restaurantes con los “pibes”, o la “barra nueva”. El almuerzo posterior a su fallecimiento la “barra” dejó, con un amplio suspiro, una silla vacía, como homenaje al que ya no estaba más.

Con la amistad que me brindó Carlos Gorostiza he sido feliz, he crecido, he aprendido. Comprobé que se pueden vivir muchos años con lucidez, con compromiso con los otros que habitan la tierra. Hay que quererlo y tener suerte, por supuesto. Su Narciso y las Selfies es una prueba de sus pasiones intactas, de su humor, de su burla criteriosa a los nuevos tiempos.

Carlos fue filoso, un observador pintón pese a los años, de mirada a fondo. Pero por sobre todo un hombre actualizado, que vivía a partir de proyectos, de tener presente el que haremos mañana, siempre con una sonrisa o con un buen chiste.

Fui observador activo en su final. Al salir de una reunión en la casa de Magdalena donde Carlos se mostró lleno de vida, con humor y ganas de charlar, tuvo en el pasillo, hacia la salida, un desmayo. Esperamos la ambulancia largo rato, insoportablemente. De tener un pulso mínimo según un médico presente en el encuentro, Carlos fue recuperándose muy pero muy lentamente. Yo estaba sentado en el banco amplio donde él estaba acostado y le acariciaba la cabeza. De pronto fue despertándose. Me miró hacia atrás donde yo estaba y me dijo, despacito, aunque lo escucharon otros, “Che, hacía falta un espectáculo importante”.

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