jueves 28 de marzo de 2024
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Las relaciones con China y Rusia no son una “Hobson’s Choice”

Que el ansia de libertad constituye una pulsión intrínseca al ser humano, explica que abunden en la historia los casos de sistemas totalitarios que acaban sufriendo un deterioro de sus opresivas condiciones y escasean aquellos que logran perpetuar incólume su ominosa tiranía.

El corolario de esta tendencia redunda en que, cuanto más acendrados sean los esfuerzos por liberarse de tales ataduras, mayores serán los recaudos de esos sistemas por preservarse, estrechando una espiral de retorsión política y económica que asfixia paulatinamente al propio sistema, que en su afán por sobrevivir, como los manotazos de un ahogado, recurre a virajes extremos, como buscar una causa externa que vuelva a aglutinar a la población bajo la misma férula, ahora patriótica, cuyo epítome local fue la Guerra de Malvinas.

Merced a Gorbachov, si bien no se había alcanzado una democracia plena, Rusia había logrado insuflar confianza, al punto de que casi toda Europa, durante varios años, pagó agradecida por depender cándidamente de la energía rusa y una influyente potencia ex enemiga mortal como Alemania le cedió a su ex primer ministro Gerhard Schröder como prestigioso lobista. EE.UU. retrocedió confiado en ese continente y Rusia supo transmitir seguridad entre vecinos que habían sufrido poco antes la feroz opresión soviética y apaciguar odios ancestrales, y hasta países remotos como Argentina la invitaban generosamente a “abrirle las puertas de América Latina”.  

En lugar de continuar cediendo resabios soviéticos y perseverar en la reconstrucción de la confianza externa y de una inserción virtuosa en el sistema mundial, Vladimir Putin optó por envenenar más opositores, proscribir medios libres, repartir la economía entre amigos e invadir Ucrania, desatando tensiones internas y externas, económicas, militares y de seguridad, como éxodos de su propia población, urgentes rearmes de países vecinos, emigración de  inversores occidentales, caída de  vitales compras energéticas, tradicionales clientes sustituyendo su oferta energética, entre otros desastres cuyas consecuencias para Rusia apenas comienzan.

En una imagen, Putin creyó lograr sus fines expansionistas apagando la luz de Europa, pero en su lugar, encendió la tea del descrédito global para su país. Hasta amigos como el Papa o el Gobierno de Argentina debieron, contra su voluntad, condenar la invasión, paradójicamente por la obra empecinada del propio Putin.

Aunque menos extremo, veloz y explícito, pero más preocupante a largo plazo, el caso de China parece seguir el mismo rumbo, es decir, el de un sistema cerrado que, en lugar de acompañar la natural pulsión de mayor libertad que inspira la prosperidad, escogió purgar a su Gobierno, aplastar aún más las expresiones de apertura, trasladar recursos para el desarrollo hacia el sistema militar, provocar a los EE.UU. y a los países vecinos, causar una carrera armamentista en el nordeste asiático de países otrora confiados, oscurecer su papel en el origen de la pandemia de Covid, extremar su actitud hacia las minorías, apoyar crecientemente a Rusia y, sobre todo, disuadir al mundo acerca de continuar inversiones en un mercado cada vez más hostil e inseguro, invitando a muchos inversores externos a mudarse a mercados más hospitalarios, como los de “Altasia” (Alternative Asia).

Atrás parecen ir quedando los sustanciales avances de China en el mundo, especialmente en Europa y con la pujante iniciativa de la “Ruta de la Seda” (OBOR), alentada por la retirada de Donald Trump, que presagiaban una China cada vez más próspera e integrada. Su estrategia de amenazar con dinamitar sus vastos puentes comerciales con Occidente, sugiere un recurso suicida a largo plazo, probablemente fruto de sus tensiones internas.

Más allá de circunstanciales éxitos militares y cuando ni Putin ni Xi Jinping estén más en este mundo, es probable que el error estratégico en el que ambos países parecen estar embarcados -esto es, poner en riesgo la seguridad global- ya haya producido daños severos a sus intereses en los mercados más prósperos del planeta.

Paradójicamente, que ambas superpotencias hayan iniciado un ciclo que podría ser autodestructivo en el que tienen más por perder de lo que creen ganar, acaso constituyan buenas noticias para el mundo libre, pues los peores totalitarismos son los que saben estrangular sin matar, convirtiendo a sus súbditos en víctimas agradecidas de su sadismo.

Sin embargo, las consecuencias futuras son ambiguas, pues si bien una Rusia y, en especial, una China cada vez más democráticas y prósperas serían indestructibles, es cierto también que podrían contribuir decisivamente a la paz y la prosperidad mundial.

El mundo y, en particular Argentina, con su sinuosa actitud en la materia, deberían recordar que, atento a que no hay totalitarismos buenos ni tiranos amables, deben ser firmes en sostener y tener fe en los valores de democracia, libertad e imperio del Derecho, así como en la aspiración humana a alcanzarlos, incluidos rusos y chinos, y no prejuzgar sobre pueblos condenados al totalitarismo, ni subestimar su capacidad de cambio. Países exitosos como Alemania o Corea del Sur, entre otros, han demostrado lo contrario, al igual que es seguro que Rusia y China albergan a gente valerosa que continuará pagando caro sus aspiraciones de libertad.

Ahora bien, no es necesario caer en la trampa de aquellos que por prejuicios ideológicos contra Occidente plantean la relación con China o Rusia como una “Hobson’s Choice”, es decir, que para hacer buenos negocios con ellos no queda más alternativa que alinearse estratégicamente y cederles temas delicados.

Por el contrario, Argentina, como lo demuestra todo Occidente, no está obligada a ceder compromisos estratégicos (cuestiones de seguridad, como cooperación en materia militar o de tecnologías sensibles) a cambio de acceder a sus mercados. En efecto, mientras Occidente hace pingües negocios con China y no deja de preocuparse por extraños globos de observación, Argentina ya tiene instalado en la Patagonia una suerte de globo de observación permanente, con el discutible argumento de que sólo así se hacen buenos negocios con una superpotencia.

En rigor, la ingenuidad argentina en materia de seguridad internacional con estas dos superpotencias es tan pueril que despierta sospechas. Los intereses estratégicos de Argentina en esta materia deberían consistir en no quedar comprometidos bajo el ala de superpotencias probadamente imperialistas y agresivas, y no repetir el error que cometimos en los años ’40 cuando, en aras de una simpatía ideológica con totalitarismos declinantes, quedamos fuera del mundo de progreso, libertad y legalidad al que aspiramos.

Publicado en El Economista el 23 de marzo de 2023.

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