jueves 18 de abril de 2024
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Dos naciones, dos tribus

El clima general, los temas circundantes y el futuro son tan asombrosos, que no se encuentra motivación precisa para responder el por qué y el para qué escribir esta nota.  Prefiero suponer que hacerlo es producto de una pulsión interna de sobrevivencia. Intentar salir de la inmovilidad en medio de la neblina. 

A lo largo de la historia imaginativos idealistas, sobreponiéndose a las realidades de su tiempo, han dibujado utopías de cambios para un futuro mejor. No tengo noticias de que ocurra hoy. Quizás en algún recóndito lugar -silenciosamente- alguien está dibujando ahora alguna nueva utopía. Que sea convocante para luchar por ella o al menos para soñar, con cierta esperanza de eficacia frente a los mecanismos disolventes de nuestra. Una época que prometía ser de convergencia y civilización motivadora. 

El mundo rota y se traslada en torno del sol, en una perdida galaxia del infinito, entre agujeros negros y materia oscura. Toda pretensión de certeza igualitaria y justiciera aquí en la tierra, parecería extravagante frente a semejante fenómeno. Mirando nuestra comarca, y dejando de lado la pandemia compañera y la acumulación de  banalidades cotidianas, nos encontramos con que la nación en realidad está partida en dos naciones: una está conformada  por su doliente pobreza, y la otra por quienes –por ahora- parecemos estar fuera de ella. 

Sobre este tema y hacia 1845, un famoso político y escritor británico -llamado Benjamín Disraeli- publicó una novela que tituló “Sybil o Las dos naciones”, donde a uno de sus personajes hizo decir respecto de la conformación interior de su país: “Son dos naciones entre las cuales no hay ni relación ni entendimiento, que ignoran hasta tal punto las costumbres y formas de pensar y actuar de la otra, que parece que vivieran en distintas zonas del mundo o que habitaran distintos planetas. Se han criado en forma distinta, comen distintos alimentos y no están gobernados por las mismas leyes”. Paradojalmente el autor fue un destacado exponente  ultra conservador, dos veces Primer Ministro del Reino Unido, pero no un tonto insensible. 

Arthur Lewis (1915-1991), analizando las diferentes ofertas y capacidades laborales producto de las migraciones entre lo rural y urbano,  llamó a esto la economía dual:  coexistencia de dos sectores dentro de un mismo espacio nacional, que muestran distintos niveles de desarrollo, tecnología y patrones de demanda. Así, un sector podrá hacer  un uso intensivo de capital y será tecnológicamente más avanzado (moderno), mientras que otro sector empleará intensivamente sus manualidades y será tecnológicamente primitivo (tradicional).   

Más adelante –y dentro de esta misma idea- otros ensayistas hablaron de sociedad dual, describiéndola como aquella sociedad nacional en la que conviven dos mundos en uno. Ambos tienen un gobierno, un territorio y una bandera comunes aunque sus necesidades, modo de vida, inquietudes y educación son muy distintos y desiguales en varios e importantes aspectos. 

La situación de argentina es más delicada aún, porque observando el volumen  de sus fuerzas de trabajo y producción dinámica formal, con aptitud contributiva, alcanzaría sólo al treinta por ciento, quedando ausente de ello el setenta por ciento de la población, librada a la informalidad, al asistencialismo o a la selección clientelar Efectuando una proyección intergeneracional son altísimos los niveles de pobreza, indigencia e insuficiencia educativa y de aprendizaje, entre la niñez y primera juventud, situación que augura un futuro de muy difícil salida de la marginalidad por muchos años.  Saberlo y cambiar ese panorama, constituye un gran desafío para  dirigencias inspiradoras. 

Pero focalizando  la mirada en nuestra realpolitik, no sería exagerado caracterizarla como el dispositivo social cuya dirigencia se ha trabado mutuamente por la inoperancia histórica de su división primaria en dos tribus. Sus  incomprensiones –hasta de lenguaje- impiden construir una convivencia razonable y justa para sus habitantes. Nuestra política ha sido inhábil en lo que respecta a resultados positivos para la democracia social.  

Bien se ha dicho que si odias al otro, es  normal e inevitable, que sólo se consolide la afinidad hacia el propio grupo y el rechazo al otro, proceso que se realimenta imposibilitando toda obra en común. Para gran parte de ambas tribus es imposible ponerse de acuerdo, ni siquiera en los hechos que definen la realidad, materia prima de la convivencia propositiva. si no se puede compartir qué es cierto y qué no, todo pasa a ser “fakenews” para una de las dos tribus. Por lo que la comunidad nacional padece  una aguda esquizofrenia  meta ficcional -activada por  las rivalidades de las dos bandas tribales, que paralizan al todo-. 

Está crstalizada una crónica división, con acometimientos que alcanzan casi a términos morales, estigmatizantes de unos contra otros. Todo lo de unos es crecientemente  inaceptable para los otros (Jorge Galindo: “Un país convertido en dos tribus”).

Sentimos desasosiego. No precisamente el de Bernardo Soares- uno de los heterónimos de Fernando Pessoa- pero  parecido: (… la especie animal humana, no era más digna de adoración que cualquier otra especie animal. Este culto de la humanidad, con sus ritos de libertad e igualdad, me ha parecido siempre una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales …) (F. Pessoa, “El libro del desasosiego”). 

A mi manera pertenezco al cosmos  de una de esas tribus. Renovemos el pedido de perdón a la ciudadanía- como alguna vez  hizo Alfonsín ante el Congreso de la Nación- por: “las cosas que no supimos, las cosas que no pudimos y las cosas que no quisimos” hacer. Hablemos utilizando el nosotros y actuemos entre todos con respeto recíproco y alguna coherencia para intentar  un futuro común y mejor. Ya es tiempo de salir del cómodo  laisser faire.  Basta entonces de dejar pasar lo siniestro de la realidad que nos circunda  sumidos en la inercia  contemplativa de los divertimentos políticos- corrosivos hacia el vacío nacional.  O,  como diría  Daniel Muchnik, hacia el Frankenstein que supimos conseguir. 

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