jueves 28 de marzo de 2024
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Portarretratos: Houellebecq, el genio exasperante et les jours tristes

Houellebecq se pronuncia Uel Bec. Es un hombre de talla extra small. Las piernas de los pantalones parecen estar vacías cuando se sienta, más que las de un espantapájaros. Fuma un cigarrillo electrónico que chupa como a un chupetín. Usa las camisas abiertas tres botones en el pecho, una manera muy francesa de descubrir una virilidad antigua.

Michel Houellebecq se concibe como un personaje de sus propias novelas. Se desdobla, como en un espejo. El real diseña a su doble en la ficción. En El mapa y el territorio uno de sus libros más celebrados, dispara un juego narcisista en el que se regodea describiéndose a sí mismo con crueldad. “Houllebecq parece una vieja tortuga enferma”, dice.

Michel Houellebecq, el escritor, descorcha un vino argentino para convidarle al protagonista de su novela, Jed Martin, un artista plástico, que recibe en su casa para atender un encargo. El escritor se personifica a sí mismo magistralmente. Recrudece sus contradicciones, capitalizando la exaltación que la fama opera sobre su persona. Aprovecha esa mitología, pero tal vez para quitarse todo el enjambre de adjetivos que esa fama le ha pegado. Se presenta en su novela como un escritor misántropo que prepara buen café, que se alimenta de embutidos y que es atravesado por pensamientos tristisimos.

Cuenta que la primavera, con sus atardeceres coloridos, le resulta insoportable como “una puta ópera”. Que maneja muy rápido su auto. Adora la velocidad que no requiere ningún esfuerzo y lo pone al límite del accidente. Y que prefiere, en la misma dirección tanática y perezosa, que no le impongan el requerimiento de un preservativo si una prostituta tiene que hacerle sexo oral. Finalmente, en su novela, Houellebecq muere asesinado salvajemente, hacen una carnicería con su cuerpo. Lejos de ser una suerte de suicidio estilizado que no lastima a nadie termina siendo la excusa para una muy buena incursión en el género policial.

“Lo único que tengo de verdad en mi vida, son paredes”

Houellebecq tuvo que escapar y esconderse del mundo el día de la masacre de Charlie Hebdo. Ese mismo día, conjugando una casualidad trágica que a la vez potenciaría su éxito, salía a la venta su novela Sumisión. El texto plantea, de una manera elaboradamente verosímil, una prospectiva donde Francia es gobernada por el Partido Islámico, en el 2022. Por no pecar de intolerantes ni de racistas, el progresismo y la izquierda le allanan el camino al partido Islámico que llega al ballotage contra el frente Nacional de Marina Le Pen (otro personaje real que integra a la ficción). Los socialistas quedaron fuera. Los identitarios ponen el grito en el cielo. Los intelectuales y el periodismo parecen no ver. Resultado: Presidente musulmán sin mayores escándalos. Los cambios llegan de a poco: la educación deja de ser obligatoria a partir de los doce años, para que sean las familias quienes protejan la tradición religiosa y la impartan; y las mujeres dejan los ámbitos laborales y académicos para dar vuelta los guisos hogareños y compartir entre dos a un marido. Lo acusaron de racista. Islamófobo, como les encanta repetir. Él se defiende diciendo que no hay verdaderos musulmanes en la novela, que no hay practicantes ni fanáticos. Se trata de políticos. Pero a la vez admite que montado en la tradición de impunidad que tienen los escritores en Francia, se la creyó un poco y subestimó el peligro, sobre todo el del Islam. Probablemente viva entre paredes. De hecho vive con custodia permanente. Y quizás sea lo único que tenga. Aunque también dice que tiene una IMac 24 pulgadas y una impresora láser Samsung. Y los libros.

Sus personajes son en mayoría antihéroes. Del tipo de antihéroe que se liga clínicamente con la depresión. La falta de aseo, la falta de estética, la timidez extrema, el hermetismo, las relaciones íntimas fallidas con ejemplares igualmente fallidos del sexo opuesto. La imposibilidad en el archivo de encontrar a otros humanos. Encontrar una esposa es una tarea agotadora, dice Houellebecq. Por eso le resulta cómica la solución que proveen los matrimonios arreglados de los musulmanes. Está lleno de estos antihéroes, tiernos y exasperantes aparatos. La diferencia es que Houellebecq es un genio. También hay bastantes genios, pero no todos llegan a ser best sellers y escribir tan sensiblemente, con tanta sofisticación realista y contundencia narrativa. La otra diferencia con los antihéroes es que Houellebecq disfruta, sonríe, se hace chistes y se los festeja con sobriedad. Sabe que sabe, sabe que es y sabe que se hace.

Sus obras son un catálogo de la época. Houellebecq sabe todo. Lo que es el buen gusto, lo que son los consumos culturales, el mercado del arte, el mercado del sexo, la sociología, la zoología, el funcionamiento empresarial, la pesadilla burocrática y cuál es el color del tedio.

Admite que es misógino y que es machista. Asume su culpa cuando lo acusan de que está muy interesado en el físico de las mujeres, con la perplejidad de quien es condenado por respirar. Dice que las mujeres son las que toman las decisiones, incluso en sus novelas. Que el hombre opta por dejarse llevar ya que no es tomado en cuenta su punto de vista; que finalmente calla hasta que se produce el malentendido en el que la mujer cree, “tontamente”, que el hombre (por fin) cambió. El verdadero tema de sus novelas es el derrumbe de las relaciones íntimas.

En su epitafio, antes que cualquiera de las calificaciones que dan cuenta de su fama de enfant terrible, de su apatía o de su neurosis, Houellebecq elige la más demostrativa de una categoría que alcanzaron grandes. Porque sabe que eso significa el orgullo de haberse adueñado, en este tramo del tiempo, de un idioma exitoso y trascendente y del don del lenguaje. Por eso en su tumba bastará con el rezo: ESCRITOR FRANCÉS.

 

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