jueves 28 de marzo de 2024
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¡Niño, que eso no se equipara!

“¡Cómo vas a comparar!” Recuerdo esta indignada respuesta de un colega universitario cuando le proponía discutir con los alumnos las similitudes entre el estalinismo y el nazismo. Por entonces, dos o tres décadas atrás, equiparar la “extrema derecha” con la “izquierda” era cuestionar el meollo mismo de la fe revolucionaria que predominaba en mi Facultad. “Ni lo intentes”, me decían.

Lo recordé a partir de la declaración “No hay equiparación posible”, referida al juicio que se tramita en Rosario por el asesinato del coronel Larrabure, secuestrado por el ERP en 1974 y muerto un año después. Ahorro los detalles de su cautiverio, que son dignos de la ESMA.

La Cámara Penal de Rosario considera la posibilidad de incluirlo entre los “delitos de lesa humanidad”, que no prescriben, por lo que podrían ser enjuiciados los máximos responsables, la conducción del ERP, y su único sobreviviente, Luis Mattini. 

Según las convenciones internacionales incluidas en nuestra Constitución, son crímenes de “lesa humanidad” los cometidos por el Estado y sus agentes.

Pero el derecho no se escribe de una vez para siempre; la jurisprudencia más reciente considera que la condición de estatalidad puede interpretarse de manera más amplia, e incluir a organizaciones con atributos estatales o “state like”.

Hay una discusión académica al respecto -remito al análisis de Andrés Rosler en su blog “La causa de Catón”-, y unas consecuencias locales que podrían ser significativas, pues se abre la posibilidad de que la Justicia examine el accionar de quienes dirigieron las organizaciones armadas, como la Triple A, el ERP o Montoneros.

En la declaración que comento se afirma que la causa Larrabure ya ha sido juzgada, y que reabrirla significaría habilitar el enjuiciamiento de las “organizaciones revolucionarias de izquierda”, equiparando sus actos con los de los represores estatales.

En suma, poner en cuestión la relación unívoca entre los “crímenes de lesa humanidad” y el Estado y sus agentes.

No me asombra el punto de vista, que es atendible, ni tengo una opinión firme. Pero creo que a todos deberían interesarnos los argumentos de juristas y jueces en torno de esta cuestión, que en el mundo está abierta a discusión.

Entre los “más de mil” firmantes, y junto con Horacio Verbitsky y gente parecida, figuran respetados compañeros de otras militancias ciudadanas y también distinguidos colegas historiadores. Me asombra, desilusiona e irrita el tono y el vocabulario con que sugieren cerrar la discusión.

Los declarantes son categóricos. Hay una diferencia absoluta entre los crímenes de los terroristas estatales y las acciones -eventualmente criminales, pero ya prescriptas- de aquellas organizaciones.

Entre ambos actos homicidas hay “insalvables e inconmensurables diferencias”, que es desatinado pretender equiparar. “Nunca. Afirmar lo contrario es faltar a la verdad histórica”.

¡Caramba! ¿Historiadores con semejante fe en una “verdad histórica”? ¿Que se niegan a comparar? Recuerdo a Serrat: “Niño, que eso no se dice; deja ya de joder …” con las equiparaciones.

Como historiador, no puedo dejar de comparar, de equiparar si se quiere, cosas diferentes, con algo de común, para poder entender la singularidad y especificidad de la que voy a estudiar.

Comparo, por ejemplo, la dimensión religiosa de experiencias políticas contemporáneas con las de los estados católicos y hasta con el Egipto faraónico. Sé que no son iguales, pero me ayudan a entender mi caso. 

Como historiador, no creo ni en verdades definitivas ni en imposiciones autoritarias. Quizá por eso me molesta el tono aseverativo y admonitorio de una declaración en la que la proclamación de la verdad histórica está acompañada de adjetivos como “inconmensurables” “indecibles”, “abismales”, y cierra con una advertencia sobre “la banalidad del Mal”.

Pienso en los gobiernos que hoy deciden de qué no puede hablarse: el polaco, el alemán, que condena a los “negacionistas”, o en la Legislatura de la provincia de Buenos Aires, que estableció la verdad de Estado sobre los 30.000 desaparecidos.

Pero además, siento la necesidad de comparar todos los asesinatos de los años setenta. Quiero entender qué es lo que lleva a una persona a trasponer la línea moral del “no matarás”.

Qué llevó a quienes dieron las órdenes a tomar esas decisiones. Por qué quienes convivimos con ellos no fuimos más explícitos en nuestro repudio, y en ocasiones los justificamos.

Por qué nos pareció distinto un asesinato cometido por una “organización revolucionaria de izquierda” y otro ejecutado por los militares.

Firmenich y Menéndez son muy distintos, pero en algún punto ayuda compararlos, y lo mismo ocurre con Astiz y quienes torturaron y mataron al coronel Larrabure, a quien probablemente esta discusión no le hubiera interesado mucho.

Como historiador, tengo la necesidad de entender. Podría limitarme a un placer privado, desarrollado de manera recoleta, para no irritar a los bien pensantes.

Pero tengo mi costado de ciudadano, y estoy convencido de que los historiadores podemos hacer nuestro aporte para superar el empantanamiento en que nos encontramos en relación con un pasado que cada vez es más traumático. 

Nuestra sociedad hizo un extraordinario trabajo de toma de conciencia sobre lo ocurrido en aquellos años en que las muertes eran habituales y naturales.

Me temo que no lo hicimos todos juntos, y a fondo. Hay quienes repudian unas muertes -numerosas, espantosas-, acusan a sus victimarios y son apoyados por el Estado y sus políticas de memoria.

Hay otros -como los familiares de Larrabure- que lloran sus propios muertos, repudian a sus victimarios y se preguntan hasta qué punto sus trágicos destinos fueron diferentes de aquellos otros, y por qué tienen que hacerlo en silencio, en privado, eludiendo el dedo acusador de quienes los declaran cómplices del genocidio. El tono agresivo e intransigente de la declaración no ayuda a la convergencia de ambos grupos.

En un plano, el terrorismo de Estado y el terrorismo de las “organizaciones revolucionarias de izquierda” son diferentes. Pero no es el único.

Estoy convencido de que hasta que no los veamos como parte de una historia común, una historia desgraciada que nos sucedió a todos, no tendremos paz.

Entiendo perfectamente que la justicia es otra cosa, aceptaré conforme lo que diga, pero no acepto que se impida un debate con tantas implicaciones ciudadanas.

Publicado en Los Andes el 1 de abril de 2018.

Link http://losandes.com.ar/article/view?slug=nino-que-eso-no-se-equipara-por-luis-alberto-romero

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