viernes 19 de abril de 2024
spot_img

Macri entre el FMI, el peronismo, el PRO y las tribus radicales

Se cruzan miradas satisfechas. Orgullosas de lo conseguido. Miradas de suficiencia y optimismo.  Les tiramos cincuenta mil millones por la cabeza, repiten. Están convencidos que los dólares del Fondo Monetario taparán la boca a la oposición y alfombrarán un desfile victorioso hacia la reelección en 2019.

Creen que no hay sino un camino. El que están siguiendo.

Olvidan que siempre hay otra mirada.  Y no hay coincidencia –en ningún país ni sistema social– sobre cuál es la ruta a recorrer. De otro modo, bastaría con buscar al talento más brillante, dejarle la tarea de decriptar el mejor modo de seguir ese sendero obligatorio y sentarse a esperar los frutos.  Nunca ha sido así, claro.

Un solo camino marcaba Menem. Otro, igualmente insustituible, aseguraba Cristina. Los dos duraron una década y confundieron esa meritoria longevidad con la inmortalidad. El pensamiento único no cesa de fracasar. Ni siquiera los norteamericanos pudieron disfrutar el fin de la historia. Liquidaron la competencia soviética pero un cuarto de siglo después su hegemonía está más amenazada que nunca.

La banca, ¿banca?

Ir al Fondo Monetario equivale, en la memoria popular, a una confesión: las cosas andan mal. Y el temor que puedan empeorar. Es cierto que el FMI aún analiza como uno de sus peores errores el abandono a de la Rúa en 2001. Y esa desgracia ayudó a Macri a que esta vez el Fondo intente un blindaje muy superior a aquel. Otra vez la historia. Esta vez, a favor de Cambiemos. 

Pero si ir al Fondo era óptimo, ¿por qué no haberlo hecho en 2016 o en 2017, en lugar de pagar tasas astronómicas? Nadie duda –entre los economistas al menos– que la Argentina fue al Fondo cuando se acababa el financiamiento privado –más caro pero sin exigencias– y que era menester pasar a un financiamiento de organismos como el Fondo –más barato pero con duras condicionalidades–.

¿Era obligatorio acudir al Fondo? El pensamiento único dice sí. Hay otras opiniones.

Un banquero amigo del gobierno está convencido que los grandes bancos decidieron asustar al ministro Caputo para que éste trasmitiera su alarma al presidente. La necesidad impostergable de acudir al FMI. En realidad –asegura el banquero, célebre por su capacidad para percibir las señales tempranas que anticipan el cambio de los vientos– el propósito secreto era garantizarse el retorno de sus préstamos. Agrega una de arena: el Tesoro y los factores de poder norteamericanos se preocupan por los problemas del Brasil, las dudas sobre Colombia y la espiral venezolana, la mutabilidad política del Perú y la falta de influencia de Chile. Sólo la Argentina –cree– podrá dar tranquilidad a la región.  Y ese apoyo fue clave para el Fondo Monetario.

Influyentes ex funcionarios de Cambiemos, desde Prat-Gay hasta Melconian, denuncian errores profundos de diagnóstico y ejecución. En un excelente artículo, “Una crisis predecible e innecesaria”,  Gonzalo Berra analiza que “el argumento original del Presidente involucra tres ideas centrales: el déficit fiscal solo se puede financiar con emisión monetaria; la inflación es siempre y en todo lugar un fenómeno monetario; la macroeconomía de un país se administra como la de una familia”. Berra se dedica a refutar esas tres ideas.

Si las visiones económicas son variadas, ¿qué decir de las políticas?

Los peronistas

Macri pasó por la tormentosa reunión del G-7 en el viejo Canadá francés. Periodistas de La Nación y de Clarín formulan la pregunta obligada: “¿y si el peronismo se niega a acompañar?”. El presidente contesta, contundente: “no hay espacio para eso” (domingo 10 de junio). Y vuelve a repetir las bondades del Proyecto Único: “no hay otro camino para el progreso”.

Si tal fuera cierto, el peronismo no tendría más remedio que resignarse y aceptar, manso, todas las acciones convenidas entre el Estado argentino y el Fondo. Sus bloques en el Senado y Diputados, sus muchos gobernadores y el movimiento obrero bajarían la cerviz, agradecerían a la Casa Rosada su talento para la negociación y se encolumnarían en un apoyo general.

Para eso haría falta la percepción unánime de que las cosas son así, la decisión de asumirlo en público y la vocación por admitir que su mejor opción es una derrota en los comicios de 2019.

Ninguna de esas condiciones parece existir. En el peronismo no hay una única opinión sino varias. No abundan tampoco los aplausos por la ida al Fondo ni se consideran insuperables los resultados. Y si alguien lo piensa, no parece dispuesto –salvo excepción, acaso el salteño Urtubey–  a reconocerlo en público. Mucho menos facilitar el camino del oficialismo para extender su dominio hasta 2023.

La política tiene una faceta dialoguista y otra agonal. Las sociedades más prudentes admiten que esa pelea central no debiera romper el molde del sistema. Pero  la política en última instancia es lucha por el poder. Los justicialistas lo aprenden desde antes de empezar a militar.

Aliados y entenados

También lo saben –aunque están menos acostumbrados a ganar– los radicales. Que advierten oportunidades y acechanzas para Cambiemos y para ellos mismos. Perciben que el gran desafío consiste en aumentar su densidad política, acumular poder de fuego y enfrentar los tiempos difíciles. Tiempo para el blindaje político. El PRO ya no alcanza. Hace falta convocar organización y espadas que defiendan al gobierno y demuestren a la sociedad que hay fuerza suficiente para pasar el temporal.  

Un importante diputado nacional del PRO refunfuñaba el viernes pasado: “los aliados no deben hablar en público”. La contestación, obvia: “para que sea así debemos ser parte de la discusión”.  Está sucediendo algo que no sucedía hace años: las tribus radicales parecen estar coincidiendo en su análisis. ¿El radicalismo está convergiendo? Se verá.

Muy poderosos pero minoritarios, los fundamentalistas del PRO sufren el asedio sobre su supremacía, incuestionada hasta hace un mes. Otros dirigentes del PRO conocen mejor el mundo. Pinedo, Monzó, Frigerio y buena parte de los legisladores nacionales. Saben que hay que amucharse con los aliados y repartir ofertas a parte de la oposición peronista para atravesar los difíciles meses por venir. Otro legislador pesado del PRO –titular de una Comisión de Diputados– refunfuñaba: “hay algunos nuestros que están pensando en el 2019. ¡No se dan cuenta que para llegar tenemos que ganar gobernabilidad durante el 2018!”.

Alejandro Werner y Roberto Cardarelli, los economistas del Fondo en relación con la Argentina, acaban de decirlo sin vueltas: “Esperamos que, en los elementos de política que están incluidos en el programa, se logren estos consensos”, dijo Werner, director del Departamento del Hemisferio Occidental. “Tenemos la convicción de que todas las medidas que hemos discutido en las últimas tres semanas son medidas factibles, realistas, pero está claro que son medidas que requieren de un fuerte compromiso, yo diría, de toda la sociedad argentina”, indicó Cardarelli.

Los mercados tendrán un ojo en los números y otro en la política. Si no ven fortaleza, volverán a decidir qué hacer con sus fondos argentinos.

El espíritu crítico y la calle

El presidente también fue preguntado por La Nación por qué “el respaldo en el extranjero no fue equivalente a las reacciones internas”. Macri aseguró que “los argentinos abrazamos el escepticismo, la negatividad y el espíritu crítico. Creo que hay que ser positivo y optimista”.  Conceptos muy desafortunados. Si los argentinos son de un modo, ¿no habría que respetarlo, según la doctrina Durán Barba en lugar de retarlos y decir lo que deben pensar?

Seguramente el presidente no ha reflexionado lo suficiente al despreciar el “espíritu crítico”, base central de la mejora de la humanidad.

Cuando Macri reclama “recobrar la sensatez que no hemos tenido en setenta años” está impulsando una revolución copernicana. Pero ni los modales ni el programa ni el discurso del PRO parece capaz de convocar a una movilización gigantesca capaz de transformarlo todo. La épica social y política necesarias no combinan con el estilo despojado, casi negligé, del actual gobierno. Sin corbata pero con saco.

La inminencia del ajuste –un apretón de cincha por miles de millones– pronostica conflictividad. Por eso el ministerio de Trabajo está intentando desactivar a la CGT. Por eso también se han juntado en estos días diversas corrientes de izquierda. En Marcha, con Movimiento Evita, Libres del Sur, Partido del Trabajo y del Pueblo, Unidad Popular, Vamos e Izquierda Popular. Pocos votos pero alta capacidad de movilización. La  calle es parte, insisto una y otra vez, de la lucha por el poder. En muchas ocasiones, la arena decisiva. El voto inminente sobre la despenalización del aborto muestra dos bandos que sí saben de historia criolla. El despliegue de masas en las plazas, las avenidas, los colegios, están dedicadas a influenciar al Congreso. Como siempre. ¿Estudiarán algún día historia argentina los jefes del PRO?

spot_img

Veinte Manzanas

spot_img

Al Toque

Fabio Quetglas

Optimismo tóxico

Luis Quevedo

Raíces de la crisis: el verdadero significado de la “batalla cultural”

Adolfo Stubrin

El turbio corazón del DNU 70