viernes 19 de abril de 2024
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Se acabó el Tiempo de la Arrogancia. ¿Llegará la Edad de la Razón?

La campaña para-oficialista habla de achicar, bajar o desterrar el llamado “gasto político”. Una caracterización falaz. Primero, porque parte del supuesto –reiterado una y otra vez desde 1930– que la política es mala y cara. Un argumento usado para desprestigiar el sistema democrático, que solía enmascararse tras ese sanbenito para alentar a aspirantes a dictadores. Sin política, ¿qué queda de la democracia? Es tanto más absurdo cuando el PRO no alienta ningún designio fuera de la democracia. Estaría repitiendo una letanía sin conocer su origen ni sospechar sus consecuencias. Una fuerza democrática que repite el imaginario anti-democrático sin saberlo.

Segundo problema: hace creer a la población que hay altísimo gasto político. Una forma poco sutil –otra vez al Ranking Rústico– de asimilar política con corrupción. Corrupción está asociada al código penal, no a la ley electoral. Incluye funcionarios, empresarios, sindicalistas, financistas… Consecuencia de ese mensaje oficial: pérdida generalizada de fe en la política, vista como incapaz de resolver los problemas del pueblo. Corolario: ¿y si las instituciones no sirven?

Otro sí digo. En caso que el gasto político fuera tan alto, bastaría con eliminarlo para poner el bote a flote. Si con el gasto político se equilibran las cuentas, el desequilibrio solo podrá deberse a torpeza o complicidad. El gobierno será castigado por no obtener una meta imposible. Meta auto-impuesta. Otro gol en contra a lo Karius, el desdichado arquero del Liverpool.

La política se mueve en varios planos. Uno es el Ejecutivo. Según se afirma, allí los políticos eran depreciados como “los rosqueros” hasta que quienes los criticaban se vieron obligados a volver a convocarlos, aunque fuera para la tribuna. Otro espacio de la política anida en el Poder Legislativo, donde se debaten las leyes. Lugar para discusión, diferencias y acuerdos puntuales.

La Política anida en los partidos.  El Primer Pacto fue de un presidente, Roque Sáenz Peña, con un líder opositor que no tenía puesto oficial. Hipólito Yrigoyen no era gobernador, diputado, intendente ni senador. Allí se pusieron las bases de la democracia argentina. Un hombre, un voto. Los grandes acuerdos para las democratizaciones posteriores (la Asamblea de la Civilidad, la Hora del Pueblo, la Multipartidaria) también fueron protagonizados por líderes sin cargos estatales, perseguidos por dictadores militares y socios civiles que anunciaban, sistemática y estérilmente, el enterramiento de la vieja política (sí, desde hace medio siglo se hablaba así).

Una y otra vez surgen despreocupados campeones que están seguros de encarnar la “nueva política” capaz de romper con la historia.

Aplausos

Mil funcionarios aplaudieron al presidente en el CCK. Una reunión para cohesionar la tropa. Útil en la victoria, indispensable en las horas tristes. El discurso del presidente fue el que debía.

Peña insistió en su visión fundacional: arremetió contra “los pesimistas y los cínicos que quieren volver al pasado”. Es decir, castigó a aquellos cuyo concurso el gobierno necesita para salir del atolladero. Agregó que “vamos por el camino correcto”. Absurdo. Si el camino es correcto, no hay necesidad de ir al Fondo ni de ajustar los cinturones ni de urgir austeridades.

Nueva exhibición del “nopasanadismo” (como lo bautizó el periodista Claudio Jacquelin) o la atinada descripción de Pablo Sirvén (“el ‘nopasanadismo’ habitual de Marcos Peña, versión Cambiemos del discurso optimista y sin conflictos de Daniel Scioli”). Estamos hablando de dos columnistas importantes de La Nación, insospechados de simpatías cristinistas. Un editorial de ese matutino el domingo 27 de mayo marca: “el presidente Macri debe abandonar definitivamente la idea de que las convocatorias al diálogo tanto a sus aliados como a sectores de la oposición con afán de colaborar, son muestras de debilidad política. La búsqueda de consensos políticos y sociales surge hoy como un imperativo”.

El país –sobre todo, los más sinceros partidarios de Cambiemos– ruega por un acuerdo que permita oxigenar la gestión acechada.

A menos que el análisis crea que la crisis ya pasó –como repiten varios ministros, espero que sólo pour la galerie– en cuyo caso la situación sería mucho más peligrosa. Los análisis equivocados conducen a la pérdida de noción de realidad, a propuestas erróneas y hacia situaciones sin salida.

Lo que hay que cambiar

De ahora en más, corren días de retirada. Se impone una estrategia de retroceso en orden hasta recalcular y volver –si se puede– a acumular fuerza. Mientras, el gobierno necesita desesperadamente acuerdos. Ante esta necesidad, el protagonista principal del intento de destrucción de lo que llama la “vieja política” no puede conservar el poder. Mejor dicho, puede. Pero el gobierno no tendrá chance de lograr acuerdo alguno. Nadie pacta con quien ha proclamado su deseo de ajusticiarlo, enterrarlo y sustituirlo.

Peña-Quintana-Lopetegui. La Tríada manejó el gobierno durante dos años y medio. Un poder que pocos logran concentrar tanto durante un lapso tan largo en estos lares.  El éxito, acaso, habría sido un trampolín para Peña jefe de gobierno, Peña presidente. Tal vez nunca lo sabremos.

Me apresuro a señalar que Peña es una de las figuras del PRO con ideas generales más aceptables –o menos derechistas–, no tan confiado en el ideario modernizante-conservador de muchos de sus colegas ni en la bondad intrínseca de los mercados. Acaso la que podría acercarse más al centrismo y –con cierto esfuerzo– incluso al progresismo en ciertas áreas. Hasta desde la estética, un rotundo mentís a “Vos sos la dictadura”.

El problema de Peña es que devino vocero, impulsor y ejecutor de la Nueva Mayoría. La intención de barrer el sistema político –al que desacredita como “la vieja política” – y el numen de una Constelación Nova gobernada por el sol naciente del PRO. Naturalmente, tenía derecho a imaginar una propuesta tal. Pero como todo proyecto fundacional, solo puede avanzar con el consenso o la victoria. Desestimó el consenso y apostó a la victoria. Pero no fue. En la victoria hay premio. En la derrota, castigo.

Además, hay obligaciones implícitas en una coalición. Resguardar los espacios del Otro. La generosidad sobre todo exige a quienes han logrado el Premio Mayor. Si uno va por todo y cree que el resto de los actores debe salir de escena, suena contradictorio convocarlos. En fin, los modales. Y lo simbólico.

¿La Gran Randazzo?

El gobierno necesita una nueva cara que exprese su voluntad y decisión de debatir y llegar a acuerdos. Jamás podrá hacerlo con Peña al frente. Salvo que intente la Gran Randazzo. Aquella decisión de Cristina Fernández de simular una rueda de consultas para ganar tiempo, difuminar las consecuencias de una elección mala y tratar de recuperar el control.  Recordemos. En los comicios del 28 de junio de 2009, el Frente para la Victoria y el Acuerdo Cívico y Social (los radicales, el socialismo, Carrió y Stolbizer) empataron con el treinta por ciento cada uno y Francisco de Narváez aliado con Macri ganó la provincia de Buenos Aires.

En aquel tiempo, igual que hoy, la oposición estaba fraccionada. La ronda de consultas fue una burla feliz.  Los victoriosos no aprovecharon el éxito y volaron por el aire. De Narváez, que emergía como el político más potente, se desvaneció. El Acuerdo Cívico y Social también se deshilachó y ni siquiera pudo montar una candidatura única para el 2011. Ricardo Alfonsín fue por un lado, Elisa Carrió por el otro y Binner por el suyo: juntos hubieran arañado otra vez el treinta por ciento. Dispersos se diluyeron y una fuerza competitiva con potencialidad de victoria dejó de existir. Dos consecuencias. El kirchnerismo se rearmó. Segunda consecuencia casi olvidada: Mauricio Macri vio la ocasión, la tomó al vuelo y emergerá como la opción. Bien por él.

El sol del 25

El 25 de mayo juntó a buena parte de las oposiciones –que no hay solo una–. La gran novedad fue que no se limitó a una concentración de aparato, con fieles disciplinados transportados con eficacia. Hasta los organizadores se sorprendieron de ver mujeres y hombres que asistieron en tono festivo, algunos para celebrar la patria, otros para protestar contra el gobierno, todos para expresarse en público, en la calle. El espíritu era pacífico. Tanto que, entre la alegre sorpresa por el éxito de la convocatoria y el clima de esos asistentes inesperados, buena parte de los líderes anti-macristas vieron disolver su propia furia. Los más experimentados saben que la bronca excesiva no convoca hegemonía, salvo en casos terminales. Y saben que las mayorías traen y esperan –ambas cosas a la vez– mensajes de esperanza.

Si la política es mala y cara, ¿dónde estará el buen rey?

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